Un plan. Una fuga. Una masacre. Pero detrás de Trelew se dibuja otra historia: la de un grupo de combatientes, la de una generación rebelde. La de Clarisa Lea Place, Humberto Toschi, Alberto Camps, Alfredo Kohon. Cuarenta años después, de regreso a Trelew. Opinan Raquel Camps, Ilda Bonardi de Toschi, Luis Lea Place y Luisa Kohon.
1. En un principio fue su voz. Más tarde, sus manos. Su
prolija caligrafía, sus ideas urgentes amontonadas en un "caramelo", lo siguiente. Recién tiempo después, su rostro...
Lo primero que Alberto Miguel Camps descubrió de quien sería su compañera de toda la vida fue su voz. Su voz, que llegaba desde el piso de arriba del penal de Rawson. La escuchó una tarde, a través de una claraboya rota, a partir de un angosto hueco: un ingenioso mecanismo de comunicación creado por los presos para dialogar con las
compañeras. Ellas habitaban los pabellones superiores. Ellos, los de abajo. Él, que escucha aquella voz inquietante, nació el 12 de febrero de 1948, se recibió en el Nacional Buenos Aires y estudió bioquímica en la Facultad de Medicina de la UBA. A poco de sumarse a las
Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), en junio de 1969 participa de la quema de una decena de supermercados
Minimax, en repudio a la visita del magnate Nelson Rockefeller y también forma parte del destacamento que en julio de 1970 copa la localidad de Garín, en el norte de Buenos Aires; la acción que configuró la presentación pública de las FAR. La operación, conducida por Carlos Olmedo, demoró once minutos y la protagonizaron 36 combatientes (doce mujeres y veinticuatro hombres); incluyó el asalto a la sucursal del Banco Provincia, el copamiento del destacamento de policía y la estación del ferrocarril, además de la toma de las oficinas telefónicas.
Pero el 29 de diciembre de 1970, Alberto cayó detenido durante el intento de asalto a la sucursal Fuerza Aérea del Banco de Córdoba. Ya como presidario en Rawson, cuentan
que Camps tenía una gran habilidad manual. En los paréntesis de actividad, cuando no había que estudiar o hacer gimnasia, aprovechaba el tiempo para tallar en madera
fusiles en miniatura, que luego tiznaba en las estufas. El objetivo era instruir sobre su manejo al resto de los compañeros.
Ella -esa voz, esas manos, esas cartas- era Rosa María Pargas. También militaba en las FAR y había nacido en Gualeguaychú, Entre Ríos, en 1949. A los veinte años,
viajó a La Plata para comenzar la carrera de Sociología. La detienen en Flores, en 1972, y en pocos meses es trasladada de Devoto a Rawson. Con ella, con sus sueños y esperanzas en pausa, viajaba un cuaderno en el que anotaba sus poemas desde la adolescencia. Siempre escribió,
incluso en su celda en el presidio más austral del país, aislada de todos. Allí decía: "Con esa cara de zapato que te falta/ con manos en los bolsillos omitidos/ amorfas de
un pan que se demora/ pateando tu recreo largo sin colegio/ silbando la pobreza de tus días/ perdido entre
el murmullo silencioso/ de piernas apuradas/ jugando al amigo con los árboles/ a ordenarle a la pared que no se mueva/ a pintarle camino a las baldosas/ a dibujar tu aliento en las vidrieras/ y a tantas otras cosas/
vas esperando el mediodía/ a que el sol le saque la modorra/ y toque la campana de tu tiempo/ a que las letras se metan/ al menos por tu ombligo/ y tus uñas se transformen en acentos/ tu grito no se escucha
todavía/ pero anda creciendo".
Alberto y Rosa se conocieron en la Unidad Penal número 6. Más precisamente, a través de aquel pequeño hueco que comunicaba ambos pabellones. Su historia comienza,
entonces, en los bordes mínimos de una claraboya ausente, en la necesidad de perseguir un método para dialogar, en el anhelo de libertad que los empujaba a pergeñar cada
detalle de una fuga que se preveía inminente. A través de ese hueco transcurre la historia de amor entre Alberto y Rosa.
Más de una vez, los compañeros de Alberto formaron una pirámide humana para que, encaramado en lo más alto, pudiera tomarle la mano a ella. Ahí está asomada la mano
firme de Rosa, a pocos centímetros de distancia; Alberto estira el brazo, la busca, casi llega, mientras al
mismo tiempo procura no derrumbarse de los hombros del compañero que resiste como puede su peso. Están cerca, casi se tocan. Ya están juntos. Sus manos se estrechan. En
Rawson, los compañeros festejan. Aguantan, desde abajo apuran al enamorado, colorados por el esfuerzo, pero se ríen a carcajadas.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 111 - agosto 2012)
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