Del niño prodigio que publica un libro a los diez años al laburante frustrado en un call center. Del autor viralizado en las redes sociales al escritor capaz de conmover e incomodar al lector. Del narrador más leído por fuera del mercado editorial tradicional al observador crítico y militante de la realidad. Juan Solá es ese martillo que resuena en sus textos, pero también es una daga que atraviesa la carne y llega hasta el hueso. No es sólo una narrativa de lo suburbano, de lo marginal, de lo silenciado. Es, principalmente, una voz que cuenta infancias, que narra traumas y alegrías, que dibuja esperanzas y abismos, que elige contar una historia para hacernos pensar. Opinan Maru Leone, CinWololo, Nina Ferrari y Cecilia Solá.
Como las ramas del naranjo que escalaba de pibe, cruje. Como esas ramas que se partían por el peso, a veces, en pleno ascenso. La vida de Juan también puede contarse desde allí, desde lo alto de ese árbol en el que imaginaba historias. Un árbol fuerte pero también de ramas rotas. Primer quiebre: Juan a los nueve años, una maestra que revisa muy seria su cuaderno de comunicaciones y descubre lo prohibido: sus páginas están llenas de relatos. A dirección. Ese nene lleno de fantasmas que es Juan, camina el pasillo que separa el aula de la oficina de la directora con todos los miedos amontonados en el bolsillo de su guardapolvo. Ahora me echan, conjetura. ¿Quién va escuchar sus razones? ¿Quién va a entender las tardes cálidas en La Paz, Entre Ríos, cuando su mamá lo mandaba a casa de una vecina para que jugara un rato con las palabras? ¿Cómo van a comprender que con su vecina aprendió a leer y a escribir? Mejor dicho: no a escribir, a contar. Porque Juan aprendió a contar. Pero no, no lo echan. Por el contrario, en la dirección lo felicitan, lo llenan de elogios, lo disfrazan de niño prodigio, le improvisan un pedestal como el escritor más pequeño de la provincia, lo pasean por los diarios regionales, lo bajan de su árbol verde, le cierran hasta el cuello la camisa de la primera comunión y lo ponen a firmar ejemplares de su primer libro. A los diez años. Entonces, una rama cruje. Algo se quiebra.
–Cuando pasó eso, mis compañeros me empezaron a tratar diferente, me tenían como un niño-estrella. Eso siempre me produjo rechazo porque quiebra el sentido comunitario. Es enaltecer la imagen de uno y diferenciarla del resto. No me gustaba nada aquello y, por eso, dejé de escribir durante mucho tiempo.
–¿Te transformaron en un personaje exótico, en esa rareza del pequeño escritor que nació del barro?
–En la escuela me lo hacían siempre: "¿Por qué no hacen como él?", decían las maestras en voz alta, y mis compañeros me tomaban una bronca… "Miren cómo estudia, miren cómo sabe todo", pero lo que no sabía esa maestra es que yo estudiaba para que no me cagara a palos mi papá, y porque era la única promesa que tenía para salir de ese lugar. No estudiaba por amor a la tabla periódica, estudiaba porque mi papá me había dicho: "Si vos estudiás bien, idioma, computación, vas a tener un buen trabajo". La computadora me sirvió para conseguir trabajo en un call center y el inglés para que me putearan los gringos que atendía todos los días. Dejá nomás, hubiera estudiado corte y confección... Era una trampa, y a mí me generó mucho rencor. Cuando me di cuenta de que no era así como me lo habían pintado, me volví agresivo, resentido, y fue la militancia lo que me fue devolviendo la esperanza en mí mismo.
–La infancia es un territorio siempre presente en tu narrativa. ¿Qué vas a buscar cada vez que recordás esa etapa?
–Siempre trato de rescatar la infancia como punto de partida de un montón de cosas que nos pasan y que no logramos comprender. Entender el mandato que atraviesa las infancias, lo que hace que nos enlistemos en ciertos roles de género y no podamos ni siquiera protestar. Me gusta pensar la infancia como un recurso, si se quiere, para entender esta adultez que, en realidad, es una infancia en pausa. No comprendemos que la infancia se extiende durante toda la vida, pasa que después al adulto se le pide asumir ciertos roles para ser funcional a un sistema que lo oprime todo el tiempo. Mi problema con la institucionalización es esa enseñanza de la obediencia y de la sumisión. Y pasa en todos los ámbitos, porque en la escuela te enseñan a ser obediente, callado, buen alumno...
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