La primera vez que Julio Cortázar ingresó a Nicaragua, en 1976, fue de forma clandestina, porque todavía la dictadura de Anastasio Somoza imponía su régimen de terror. Quedó tan impresionado con ese viaje, que al regresar a París escribió el cuento "Apocalipsis de Solentiname". Volvió en 1979 (y muchas veces más) ya con la revolución en marcha. Asumió un rol casi paternal; como ya le había pasado con Cuba, lo desesperaba la indiferencia europea ante las grandes necesidades que pasaban los nicaragüenses. A continuación, un adelanto del libro de próxima publicación sobre ese gran amor: Julio Cortázar, Nicaragua y la revolución sandinista. Apuntes de Ernesto Cardenal, Tomás Borge y Sergio Ramírez
Dos nicaragüenses, un argentino radicado en París y un costarricense viajan a los sacudones en una pequeña avioneta. Todavía no entienden cómo lograron acomodar sus cuerpos dentro de ese espacio que les queda chico, y tratan de pensar en cualquier cosa que los distraiga de la inestabilidad del vuelo. El argentino, curioso, mira por la ventanilla y nota que ya dejaron atrás San José; Costa Rica es una mancha verde que va pasando a lo lejos. Recién vuelven a respirar cuando aterrizan en el pueblo Los Chiles, pero sólo por un rato, hasta que suben al jeep en el que cruzarán clandestinamente la frontera hacia Nicaragua. Del jeep pasan a una lancha, no menos precaria que la avioneta, pero ahí ya el miedo se mezcla con un inconsciente entusiasmo. Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez, Julio Cortázar y Oscar Castillo están a punto de llegar a Mancarrón, la mayor de las islas del archipiélago de Solentiname, a escondidas de los chacales de Anastasio Somoza.
Falta el último tramo. Abordan una lancha que les prestó el poeta José Coronel Urtecho y navegan por el río San Juan hasta que se acercan a un punto crucial en el recorrido: la ciudad de San Carlos, el puesto fronterizo donde la Guardia Nacional de la dictadura somocista revisa a los pasajeros y las cargas que transportan. Es uno de los lugares más vigilados, pero no tienen otra opción para llegar a Solentiname y necesitan bajar a buscar combustible y provisiones. La familia Urtecho es somocista y nadie sospecha que colaboró en más de una ocasión para que ingresaran en Nicaragua armas y comandantes guerrilleros, por lo que su yate cuenta con cierta impunidad y nunca es requisado. Pero si los pasajeros bajan y entran al pueblo es otra cosa; ahí ya no hay ninguna protección. Apurados y con los nervios de punta vuelven al barco, se acomodan y se recuentan. No están todos, falta alguien... No puede ser, ¡Julio! Deciden esperar un rato, tratando de disimular el miedo y la preocupación, y cuando están por salir a buscarlo lo ven llegar de lo más tranquilo. Está contento, dice, porque pudo darse una vueltita por la calle principal del pueblo. Los demás se sobresaltan ante la naturalidad con la que Cortázar se toma su paseo, cuando en realidad fue un acto bastante irresponsable: "Pero... ¡cómo! -lo reta Cardenal-. ¡Si esa es la calle del Comando, donde los guardias están al acecho de cualquier cara nueva que pase!".
Cortázar entró indocumentado a Nicaragua, y no puede andar por la calle llamando la atención con su estatura singular y su rostro ya famoso. A pesar de todo no lo descubrieron, y se alegran de que no haya caído preso. Aunque Cardenal lo piensa mejor y se lamenta: "No, qué desgracia que no estás preso, porque mañana tendríamos la noticia en el mundo entero: 'Cortázar preso en Nicaragua'. Y culparían a la dictadura de Somoza". Cortázar lo escucha con una sonrisa, y replica con ironía: "Preferiría que fuera otra mi contribución a la revolución de Nicaragua".
No era una excusa; con el tiempo demostró que su apoyo incondicional superó con creces al que podría haber dado estando preso.
Todos los integrantes de la expedición estaban relacionados con la cultura latinoamericana. El costarricense Oscar Castillo era cineasta; el nicaragüense Sergio Ramírez, escritor, y en esos años formaba parte del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). El sacerdote y poeta Ernesto Cardenal se había instalado en el Archipiélago de Solentiname, en Nicaragua, a finales de la década de 1960, y allí fundó una comunidad que se dedicaría a la "contemplación": todos los domingos, los campesinos del lugar se reunían a discutir el Evangelio. Pero no eran misas tradicionales; ellos tomaban esos textos y los debatían como si fueran sus propias palabras, y de esos encuentros fueron surgiendo inquietudes que les permitieron crear herramientas para salir adelante como sociedad. Cardenal soñaba con que se cumpliera aquello que tanto predicaba el cristianismo, ya que para él el mensaje de la Biblia es marxista. En junio de 1974, entrevistado por la revista Crisis, explicaba: "El Dios de la Biblia está siempre diciendo a través de los profetas que él no quiere culto, está aburrido de las plegarias, de las oraciones, de los sacrificios, del incienso, de los ayunos. Lo que quiere es que se rompan las cadenas de los oprimidos, que no se explote al débil, que no se despoje a los huérfanos y a las viudas, que haya justicia entre los hombres".
(La nota completa en Sudestada Nº 125 - diciembre de 2013)
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