Viajar para después contar parece haber sido el axioma de vida del narrador oriundo de Chacabuco. Por eso transitó ríos y mares, ejerció oficios y profesiones, militó en política y en cultura, abordó y naufragó embarcaciones. Después, en la soledad, supo escribir historias inolvidables. Lo que sigue es un adelanto de Alrededor de Haroldo Conti, un libro de Juan Bautista Duizeide que sigue la huella biográfica, pero que también se detiene a analizar la obra de un escritor que supo trazar su propio camino.
Gran parte de la obra de Conti es una narrativa de viajes. ¿Pero qué clase de viajero fue Conti?
Nada que ver con aquellos viajeros de la generación del 80, que siguiendo el precepto horaciano unían lo útil a lo agradable: viajaban para gobernar y escribir, escribían para viajar y gobernar, gobernaban para escribir y viajar. Sarmiento, Cané, el excéntrico Mansilla. Tampoco hizo Conti el viaje del bohemio, a la manera de Horacio Quiroga, que partió llevándose el mundo por delante y en París pasó hambre y debió empeñar hasta la ropa. No fue aventurero como Lobodón Garra, entreverado con loberos, balleneros y mensús. No fue corresponsal estrella como Roberto Arlt, un trotamundos baudelerianamente desencantado que además de escribir aguafuertes de Brasil, de Galicia, del País Vasco y del África escribió "Los bandidos de Uad Djuari" (en El criador de gorilas, 1941). Una especie de fábula de viaje que enseña cómo en el mundo desencantado hasta el viaje y la aventura se han convertido en mercancía. No fue Conti corresponsal en Europa como Sara Gallardo. Tampoco emprendió los viajes iniciáticos propios de los 60: no se fue de mochilero a Villa Gesell, al Bolsón o a Macchu Pichu mezclando a los hippies con el Che. No peregrinó a visitar a Perón en Madrid ni a Juanele Ortiz en Gualeguay. No fue a hacer entrenamiento militar a Cuba.
Conti, a quien fascinaban los viajes, no se destacó por la cantidad de millas recorridas. Hizo un par de viajes a Cuba como jurado del premio Casa de las Américas, fue invitado a dar conferencias una vez a Ecuador y otra a Perú. Estuvo trabajando en el sur con un equipo de filmación. Fue en barco a la Antártida, donde participó en el rodaje de un documental. Y en una oportunidad anduvo, de muy mala gana, por España y por Italia. Ninguno de esos viajes originó cuentos o novelas.
Su literatura privilegió los trayectos flacos en distancia pero abiertos a lo infinito. La deriva por los Bajos del Temor, el ida y vuelta entre la costa de Buenos Aires y la ciudad, un cruce hasta la isla del Juncal, una escapada a Isla Paulino. Y, por sobre todo, en vida y obra, el regreso permanente a su Ítaca: Chacabuco. Para eso bastaba sentarse ante la máquina de escribir o ponerle nafta al Renault, subir a la familia y enfilar para el oeste. Tantas veces melancólico, oscilante entre el silencio y el gruñido, en el camino se ponía jodón. Arrancaba con su voz un poco carrasposa, y en minutos estaban todos cantando: "Chacabuco, Chacabuco, ¡asado, vino y trabuco!".
Conti no sólo comprendió que el viaje modifica al viajero, sino también que su percepción en cierto modo crea el espacio que atraviesa. Viajar es aprender a mirar. Afinar la mirada propia al filo de otras luces. Aprehender la mirada de los otros. Viajar requiere, también, aprender a escuchar los rumores profundos del mundo por detrás de lo permanente y lo indiferenciado. Viajar en serio es perderse, es naufragar para dar con lo nuevo. Y Conti, no lo olvidemos, era un náufrago diplomado.
Sutil y a la vez potente, su escritura hace latir, respirar y destellar los territorios que aborda: "En el invierno la luz se refugia en lo alto. Amanece y oscurece en lo más encumbrado del cielo, muy lejos de la superficie. En verano sucede lo contrario. La luz comienza a brotar desde las mismas islas y, empujando por allí, desborda hacia el resto del día. En la mitad de la mañana, las islas parecen alegres barcazas mecidas por el agua. Si uno mismo navega hacia las islas, navega hacia la claridad" (Ligados). Su escritura hace vivir a sus hombres; vivir que es contar y contarse: "Y ellos estaban ahí, alrededor del fuego, cada uno con su historia, como dos ríos que acaban de juntar sus aguas después de mucho trecho y corren ahora hacia el río abierto, impulsados por una misa fuerza, una ciega y oscura fuerza" (Sudeste). En su escritura un árbol solo puede ser una "lámpara verde" que ilumine toda la llanura, el mundo, el universo: "Una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma de ese camino, ese ancho árbol florecido de sueños" ("La balada del álamo Carolina").
(La nota completa en Sudestada Nº 125 - diciembre de 2013)
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