Un títere baja del escenario. Detrás va el titiritero. No hay forma de contenerlo. El muñeco arde de ganas de preguntar, de encontrar parecidos, de urdir complicidades, de buscar un respaldo para sus argumentos. Bobi es su nombre. Detrás, Sergio Mercurio, el titiritero de Banfield. Y entreverados en La Casa de Claypole, todos nosotros.
Hay algo de duelo de caballeros en el escenario. De un lado, Sergio Mercurio, de oficio titiritero pero también cineasta y escritor, fino artesano de la metáfora, defensor acérrimo de algunas certezas, errante vagabundo de un continente lleno de ojos atentos que lo miran. Del otro lado, Bobi, ese gringo de goma espuma, irascible y atorrante, típico producto del conurbano, compulsivo cuestionador de lugares comunes, irreverente filósofo que despierta dudas y emociona sin dar respuestas, incisivo interpelador de un público que lo mira a los ojos, que sonríe a su paso veloz, que desconfía de su filosa ironía, que lo sabe un par. Ahí están: los duelistas van al combate, se pelean, y en beligerancia, conversan. El creador y el creado se miran frente a frente. Y en ese momento, se dividen. Ya son dos, y disputan cada uno a favor de sus verdades. Es un duelo, un extraordinario y movilizante duelo entre dos historias donde respira, como trasfondo épico, el complejo desafío de la independencia.
Sergio, el titiritero, procura contenerlo, apela a la mesura, intenta canalizar el desbordado entusiasmo de Bobi hacia un espectáculo que se abre y que no reconoce fronteras teatrales. Porque Bobi respira sus propios deseos, baja del escenario porque es así de caprichoso y porque tiene ganas de romper todo: pregunta sin red, encuentra parecidos en la platea, aprovecha complicidades, persigue el rastro de una idea, hurga detrás del pudor de cada espectador. Algo busca. Y para cuando regresa a su lugar, la batalla ya está decidida.
Aquel estigma del personaje y su creador ha sido quebrado por el talento de Sergio Mercurio y por la espontánea frescura de Bobi. No se trata de Arthur Conan Doyle, tan agotado del éxito de su personaje más famoso, Sherlock Holmes, que elige quitárselo de encima lanzándolo por una catarata junto a su archi rival. Tampoco de Hugo Pratt, que lleva durante décadas a su Corto Maltés a cuestas, de viaje por su infancia y juventud trashumante, como ese otro yo que cumple con sus anhelos y se transfigura en aquello que no pudo ser...
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 115 - Diciembre 2012)
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