Un recorrido por el universo futbolero del Negro Fontanarrosa. Ese que nos dejó en sus cuentos, sus dibujos, sus opiniones en una charla de café o en una revista deportiva. Ese que también es excusa para hablar de los grandes temas universales y al que entramos como él nos invita: con los botines embarrados. Colaboración: Marcelo Massarino
¿Cómo hablar del Negro Fontanarrosa sin hacer demasiada alaraca? Los homenajes, los mármoles, las frases grandilocuentes no son para él. Tipo de barrio, amigo al que todos recuerdan y lo asocian a un par de palabras: humildad, sencillez. Así de simple era el Negro y así de simple nos sigue haciendo reír, hasta esa carcajada que se reprime en un tren o en un colectivo y estalla sin más ante la sorpresa de nuestros eventuales compañeros de viaje.
Si el fútbol era todo, si los recuerdos de su existencia estaban siempre asociados a los mundiales -única forma de no perder la línea de tiempo de su propia vida-, si sólo dos veces su mujer lo había despertado por la mañana (momento en que acostumbraba dormir sin interrupciones): una, para avisarle que habían invadido las Islas Malvinas. La otra, para anunciarle una frase seca y contundente: "Maradona firmó para Ñuls". Entonces, ¿por qué caminos desandar su literatura? El fútbol, claro, qué otra cosa si no. Porque si bien escribió más de un centenar de relatos, en esa manera de narrar lo cotidiano, los cuentos de fútbol se acercan a lo que él mismo definía como su universo.
Este hijo de un jugador de básquet, capitán del equipo ("Él todo me lo enseñaba a través del deporte. Sobre todo, cierta forma de ser derecho, cierto concepto de hombría, cierta cosa que no sé si hoy llamarla machista. Tenía una forma particular de pararse ante el mundo") y de una ama de casa ("Mis padres eran los típicos de una época. El viejo salía a la calle; solamente él. La vieja en casa. Haciendo lo de todas las madres..."), criado en un barrio de Rosario, seguidor de los relatos de los partidos escuchados en la radio del tío, penetrando en la memoria auditiva para alojarse allí para siempre. Ese chico que iba a la cancha a ver partidos todos los domingos (en un principio, al que jugara de local: Central o Ñuls) junto con sus primos, después de los fideos y con las mandarinas que les repartía su madre. Las mandarinas que con el tiempo se convirtieron, para los hinchas rosarinos, en las bolsitas de semillitas de girasol "Los tres pibes", imprescindibles para paliar los nervios y para matar el (entre)tiempo de un malísimo 0 a 0.
Ese hombre supo construir un universo literario que era parte de su pequeña aldea, cotidiana, la que tenía más a mano y la que disfrutaba. Pero también, y hay que decirlo, el contador de historias único fue capaz de sostener durante años un engaño que construyó a fuerza de repetirlo...
Señoras y señores, el engaño
Fontanarrosa se cansó de decir en cuanta entrevista diera que era un optimista del fútbol: es cierto que siguió disfrutándolo siempre y que su conocimiento de los jugadores oscilaba entre destacar la pegada del 10 de Belgrano hasta criticar la rusticidad del 3 suplente de Platense. Es verdad que repetía con sinceridad: "Me sigue gustando, me interesa el fútbol actual. En otra época había más espacio, más tiempo; ahora los equipos juegan en 30 o 40 metros, todos los jugadores con una enorme disposición física. Se hace un juego más reñido, menos vistoso, menos propicio para los habilidosos. Pero éstas son realidades que hay que aceptar...". Pero, en el fondo, el Negro era un nostágico. Lo sabía. Era imposible volver a los sesenta, una década que evocaba como marcada por el buen juego. Sin embargo, a pesar de rechazar la impronta de esos viejos cascarrabias que siempre afirman aquello de "todo tiempo pasado fue mejor", sí dejaba que, por alguna grieta, se colara la nostalgia. Ese sentimiento tan argentino y tan tanguero que se filtraba en sus relatos. Para qué negarlo, si sus cuentos de fútbol siempre son protagonizados por wines o fullbacks. No hay un solo equipo en el universo del Negro que haya parado un líbero y un stopper, y ni que hablar de un doble cinco, que ya es de una modernidad abrumadora.
La diferencia es que en Fontanarrosa la nostalgia no es ese resentimiento amargo que se aloja en el pasado, sino un recurso más para divertirse con la memoria de sus propios lectores. El Negro fue cronista de dos mundiales para Clarín a partir del personaje de la Hermana Rosa, una curandera que pronosticaba resultados antes de cada partido; y continuó con su humor gráfico en los que retomaba temas de plena actualidad (donde aprovechaba para pegarle a las dirigencias aliadas con los barrabravas, a los representantes, a los cambios absurdos en los torneos locales). La nostalgia significa eso que no es resignación ni vuelta atrás, pero sí ese gustito a infancia que regresa, como el olor de las mandarinas que pelaba en las canchas. Ese íntimo deseo de persistir en las rutinas para engañar al tiempo, al menos por un rato: para volver a sus mañanas rosarinas, a las juntadas cada tardecita con los amigos en la mesa de los galanes en El Cairo, a los clásicos del domingo.
En "Memorias de un wing derecho", el inolvidable cuento en el que monologa un jugador de metegol, se le escucha decir: "Abriendo la cancha para que no se amontonen los foward en el medio. Nada de andar bajando a ayudar al marcador de punta ni nada de eso. Si el marcador de punta no puede con el wing de él... ¿para qué mierda juega de marcador de punta? Lo que pasa es que ahora cualquier mocoso le sale con esas teorías nuevas y nuevas formas de juego o te viene con la 'holandesa' o la 'brasileña' y todas esas estupideces".
"Lo que se dice un jugador al fulbo" es otro de sus grandes relatos. Esta vez, al que se le filtra la nostalgia es a quien evoca la historia del Palito Salvatierra, el mejor jugador que se haya visto jamás jugar en una cancha. Le dice a su interlocutor, al que le lleva "como treinta pirulos", hablando del "fulbá": "Pero jugadores jugadores lo que se dice jugadores que usté no los iba a ver reventando una pelota o tirándola afuera a la marchanta. Jugadores que usté los veía y daba gusto. No como estos animales que usté ve ahora, ¡hágame el favor! Que cobran lo que cobran y no saben dominar un fulbo, dígame la verdá".
La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 113-Octubre 2012
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