A cinco años del fusilamiento del docente Carlos Fuentealba en el sur argentino, un repaso por su vida, su militancia y un reclamo de justicia que no cesa. Su paso por las aulas, su compromiso con la lucha gremial, su ilusión de protagonizar un tiempo más justo y solidario. Opinan su compañera, Sandra Rodríguez, y Daniel Huth, secretario general de ATEN Capital.
1. Era septiembre y el viento bajaba de la cordillera, acariciaba las aguas del gran lago y golpeaba las ventanas de la casa. Hacía algunos años que Gilberto Fuentealba había llegado desde Chile con esperanzas de conchabarse en el campo y vivía con Berta en la Estancia Coyunco cerca de Junín de los Andes. Era 1966, y Berta paría otro varón. Otro varón a este mundo, otro varón a esta nieve, otro varón al río y al silencio de la noche, otro varón a confundirse en el humo de los fogones. Era septiembre y nacía Carlos.
En ese ambiente, fue creciendo. Entre montañas y bosques compañeros de correrías, de escondite y refugio. Los juguetes y los juegos nacían de sus propias manos. En compañía de su hermano Ricardo -que años más tarde sería carpintero-, construía un mundo aventura, un mundo magia, un mundo niño. Ahora un auto de madera con estos palos para correr como un rayo, ahora un barrilete para que llegue hasta las nubes. Y cuando el calor volvía después del invierno que congela las aguas cristalinas de los lagos del sur, el río Chimehuin, patria de percas nativas y de truchas foráneas, era el recreo del día.
La Escuela Hogar Ceferino Namuncurá lo recibió como alumno. Los compañeros de banco eran los hijos de los peones, los descendientes mapuches; otros paisa como él, como sus viejos. Los maestros, curas. En la escuela los curas enseñaban palabras y de vez en cuando repartían un tirón de orejas. Cuando leyó, cuando por primera vez las letras dejaron de ser dibujos y tuvieron sonido y sentido las palabras escritas, Carlos fue diferente; fue otro. Las mismas letras que su madre no necesitaba para saber cómo era el mundo y para leer ojos preocupados y narices de resfrío, en Carlos abrían puertas. Las letras eran llaves y él, un cerrajero sonriente. La mujer del administrador de la estancia lo llevaba en camioneta hasta la escuela. Cuando la camioneta no estaba, el camino era de tierra, y el frío era el frío y la lluvia mojaba como moja en el campo.
En esa educación religiosa uno se lleva dos caras. La conducta del buen samaritano y el castigo arbitrario. Carlos sabía que hay dos relatos. Sabía que no todos son iguales, que hay unos más iguales que otros -como lo puede decir un viejo personaje de una vieja novela-, que el mundo está partido al medio, pero que las mitades no son parejas. Así se fue forjando este niño, que terminó con las mejores notas y una beca para ir de pupilo a estudiar a la capital de la provincia.
Lejos. Lejos la cordillera y los viejos. Lejos la lluvia, el bosque; lejos la infancia también. Carlos llegó a los 13 años a Neuquén para entrar como pupilo en la escuela técnica, la ENET nº 1 (actualmente EPET nº 8). Le iba bien, salvo la distancia. En tercer año, cambió la estrategia. Si quería salir de allí, lo mejor era bajar las notas. Su hermano se había venido para la capital y aprovechó el envión para salirse de pupilo. Repetir era un costo que estaba dispuesto a pagar con tal de ganar la ansiada libertad. Carlos dejó esa escuela e ingresó a la ENET nº 2 (hoy EPET nº 14), donde terminó sus estudios secundarios.
El Negro le decían. Y a juzgar por las fotos, y por los recuerdos de sus propios compañeros, el Negro era de fierro. Era amigo de sus amigos, un compañero de los buenos. En ese campamento estudiantil se probaron los primeros versos, los vinos jóvenes, las bromas. Ahí quedaron, en la íntima sonrisa de unos muchachos, las historias del fogón junto al lago. Estaban egresando como técnicos químicos. La primera camada de esa escuela. En las fotos, el Negro está sonriendo. Se ve su sonrisa antes que nada. Y está entre ellos, en todas las grupales está el Negro, que es amigo de sus amigos.
2. En la UOCRA, como administrativo, trabajaba Carlos: un laburo estable. No se ganaba muy bien, pero paraba la olla. También pasó por una juguera, un supermercado, una inmobiliaria. En San Martín de los Andes trabajó en el viejo Hotel del Sol, desde donde se puede ver el Lacar. Carlos fue un trabajador y fue un militante, y un padre y un compañero. En los ochenta, ingresó en el MAS (Movimiento al Socialismo) y militaba en las obras. Se lo veía de charla con los obreros dando una pelea por la conciencia de su clase, entre andamios y ladrillos. En el gremio de la construcción, hizo sus primeras experiencias sindicales. Se sabe que en una obra de la empresa Riva, Carlos le paró la mano a los delegados de la burocracia y que ganó la conducción de una nueva comisión interna. Junto a la base, desde la base. Desde donde venía él mismo, el Negro, el chato del interior.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 107 - abril 2012)
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