Por las calles de Bahía uno puede toparse con los personajes de Jorge Amado, las melodías de Vinicius de Moraes, el aroma del acarajé y la huella de miles de esclavos africanos que llegaron para dejar la sangre en esas tierras de misterio. En busca de la raíz, un cronista de Sudestada sigue viaje hacia el corazón de la negritud.
Cuando se camina por las calles de Salvador, se siente el tironeo de los dioses en sus encrucijadas en cada bocacalle; a veces, si se está atento, se los ve correr con los niños de la calle (meninos da rua) que confunden y empujan a una borrachera de gritos y barullo. En esa marea de vivencias intensas no se sabe si se está en el África de América o en la América del África.
Cuando se sigue caminando y el aire del mar lo saca a uno de ese "emborrachamiento existencial", no quedan dudas: El latinoamericano desciende culturalmente de la negritud, su espíritu está encallado en los pueblos originarios y su bolsillo es europeo.
Pero no es armónica la negritud de nuestro continente. El racismo sigue dominando el escenario y, aun en Salvador, la visibilidad conquistada por los afrodescendientes se hizo mercado, y la rebeldía heredada de Zumbí, organizada en democracia como el creativo Olodúm o Nigerokan (Corazón fuerza y conciencia negra) o el mismísimo Movimiento Negro Unificado (MNU), se debaten en desigualdad de condiciones en los partidos políticos. Lo que se trasunta es que el racismo es un tema inconcluso.
Las calles de Salvador advierten a cada paso que la ciudad se construyó con el sudor de los esclavos. Suda todavía la sangre de millones de africanos que fueron secuestrados para explotar la caña de azúcar. Salvador es la capital negra de América y se siente así, cuando recibe golpes para que olvide lo que fue. En las bocacalles del Largo do Pelourinho se percibe el color que tuvo el sufrimiento de quienes eran atados a un tronco para soportar castigos. Y cualquier vecino como Joao Das Neves puede contar historias de alquimia que un farmacéutico puede relacionar con los elementos químicos de las tierras raras. Tal vez, en esa plaza frente a la Iglesia Nossa Senhora do Rosário dos Pretos, uno de los maridos de "doña Flor" -la amiga de aquel joven Jorge Amado- pueda explicarlo mejor.
Subí por el elevador Lacerda y me posé en su terraza para contemplar la bahía y reconstruir el ingreso forzado de miles y miles de negros echados del agua a la tierra como ganado hambriento, enfermo y recibido a latigazos. Luego eran engordados durante 40 días, hacinados en la casa que hoy es sede de la Fundación de Jorge Amado. Y después vendidos en remates públicos. Quienes osaban escapar al sentirse fuertes y recuperados eran atrapados inmediatamente porque era difícil bajar del alto, y se los ataba a una columna de cemento donde recibían tantos azotes como miedo despertara en la plaza.
Los grandes yates que pueblan el puerto no pudieron empañar aquella onírica reconstrucción que nacía en la fortaleza San Antonio y me trasladó hasta el mercado modelo. Los rostros sufridos me asfixiaron, y me sentí obligado a girar para contrastar el dolor. Me di vuelta y di con un barrio residencial que había sido construido en la zona alta de Salvador. "Pero, ¿allí está el Pelourinho?", me pregunté.
(La nota completa en Revista Sudestada Nº 118 - mayo 2013)
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