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Malditos: Ángel Villoldo

El hombre que ríe

Pionero del tango prostibulario, un acercamiento al cantautor que supo retratar como nadie la Argentina moderna, de inmigrantes, puerto y mujeres de buen vivir.

Una cara. Siempre hay una cara visible en el comienzo. Es la cara del que abrió la puerta y la dejó abierta para que todos los que venimos atrás podamos entrar. En el jazz, el Rey Bolden, Buddy Bolden, de Nueva Orleans; negro, pobre, una corneta y una vida entre el alcohol y la esquizofrenia. En el samba brasilero moderno, la cara es la de Donga: también afro, también pobre, una canción baiana entre el candoblé y el juego clandestino. Para el tango el pater familia es Ángel Villoldo, los bigotes como un manubrio, las cejas profusas y una guitarra. Una cara del siglo XIX, como la de Nietzsche.

Ver a alguien nos tranquiliza. Saber que en el tango hay uno que cruzó los andes, que caminó por la luna, que voló en globo cuando todos estaban en tierra, la heroicidad del primero que lo hizo nos tranquiliza. Nos permite contar la historia a partir de una vida tangible. Entonces queremos saber quién es la madre, si dormía en Barracas o en Recoleta, buscamos su partida de nacimiento; nos importa tanto su psicología que la creemos la botamanga de cada una de sus obras. Y como es el primero, suponemos que su espíritu ha de extenderse a lo largo de toda la historia: entonces un cantante cualquiera, en un bar cualunque, anuncia "La morocha" y después el nombre de su autor casi como un mantra: el gran Ángel Villoldo, dice el cantor, como si pudiéramos ver a través de ese nombre una cara que es la raíz del tango mismo.

El tango tiene cuatro caras inevitables: Villoldo, Pascual Contursi, Julio de Caro y Astor Piazzolla. Eso dicen sus historias, que en esa mesa se juega todo el destino del tango. El resto de los nombres podrían no estar. Podrían no estar Alfredo Gobbi o Eduardo Rovira o Aníbal Troilo o el Polaco. Pero aquellos cuatro son las caras de anudamientos profundos: Villoldo el génesis, Contursi la palabra, de Caro la conciliación y Piazzolla el apocalipsis. No tanto vidas singulares sino excusas de la historia para mostrar sus ligaduras, sus trabazones.
Sobre el cuerpo de Villoldo transita el sueño de la Argentina moderna. O sea, el fin de la gran aldea y el comienzo de otra cosa. ¿Qué cosa? Buenos Aires se multiplica por cinco: donde había uno, ahora hay cinco. La inmigración es un río de pobreza que se mete calle arriba, y a la vez que siembra idiomas y costumbres y vidas distintas, desgarra la red. No hay lugar y entonces los conventillos, el hacinamiento, el deambular por las calles, la extensión de la ciudad hacia afuera, más al sur. La Argentina moderna requiere de gente que trabaje; para ello se masacró a los indios, para vaciar los campos y llenarlos de trigo. Los indios no son gente, son salvajes, decían. La gente viene de Europa. Entonces el gobierno argentino abrió agencias de promoción en París, en Londres, en Roma, para seducirlos a que vengan. Les pagaron el pasaje, los trajeron y después, cuando los europeos estuvieron acá, se los olvidaron en la calle. Porque eran pobres y, en general, italianos.

La puerta abierta del puerto también trae a París como meca cultural. No sólo la literatura de Emile Zolá o la moda; también el erotismo, otra lógica para los cuerpos, otra economía de los placeres. El vals de abrazo cerrado e intimidad pública invade los salones de la alta sociedad, como en París. Es la expresión de una nueva sensibilidad en las relaciones de pareja. El minué, aquella danza de diagrama ensayado y de cuerpos distantes, un baile de trato social, deja su lugar al vals, voluptuoso, lúbrico, casi deshonesto. Ellas, con escotes más pronunciados, más abiertos, estrechados sus pechos contra el cuerpo del hombre que las abraza. El baile deja de ser un entretenimiento para convertirse en un espacio de encuentro y seducción.

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 109 - junio 2012)

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Autor

Gustavo Varela