Un escritor recuerda un pasado compartido con Daniel Moyano en Córdoba y La Rioja. Su relación vital con la música, la humildad en su devenir cotidiano, las conversaciones literarias, las ideas de un narrador-músico que dejó una huella en las letras argentinas.
Transcurría la década del sesenta. Con Susana Aguad y un grupo de escritores cordobeses leíamos a Cesare Pavese. Por aquellos años terminamos de corregir los originales de nuestra primera antología de cuentos y, entusiasmados, nos comunicamos con Daniel Moyano -otro pavesiano- y se los enviamos. Aceptó gustoso participar con dos cuentos: "La Columna" y "El Crucificado", en la antología que titulamos Memoria de pequeños hombres.
A Daniel Moyano lo conocí en Córdoba, en 1962, cuando presentó Artistas de variedades: era su primer libro de cuentos y ganó el premio de la editorial Assandri. Por aquel tiempo me contaba: "Trabajo como soldador, un oficio aprendido de un amigo alemán que conocía poemas de Heine y Rilke. Los leíamos entre el fragor de los sopletes". Y después agregaba: "Soy el plomero Moyano e intento ser escritor". Años después, con su humor cordobés, detallaba: "Además de pretender ser escritor, quiero ser el violinista Moyano, aunque no cuadre mi apellido con tanta tradición judía del instrumento. Mi apellido, más bien, se adaptaría a un cuchillero no borgeano".
Su infancia transcurrió en Alta Gracia. En el cuento "Los incorpóreos" del libro Un silencio de corchea relata sus juegos con un chico vecino, asmático, de nombre Ernesto Guevara. Con él, en sus correrías veraniegas, robaba los duraznos de un músico español, de paso por Alta Gracia: Manuel de Falla.
Hasta los 30 años, Moyano vivió en Córdoba, donde se formó intelectualmente. Allí comenzó a estudiar violín. Su primera novela, Una luz muy lejana, se desarrolla en esa provincia. Ya en el exilio español, regresó por algunos días a nuestro país, contratado por la TV española para realizar el video donde relata su detención y la partida a Madrid. Me pidió que lo acompañara. En la urbe cordobesa, volvimos a visitar los barrios de su juventud. Vivió años en pensiones con algunos de sus tíos, y aprendió a manejar la soledad en su adolescencia. Toda esta forma de vivir está reflejada en sus cuentos. Cuando recordaba esa vida azarosa, solía decir: "La memoria es la verdadera realidad".
Nuestra amistad continuó en La Rioja, donde encontró su lugar en el mundo. Lo visitaba en su casa de Corrientes 635, casa que construyó con sus propias manos. Me contaba: "Los cimientos los terminé con un premio. Cuando llegué al dintel, recibí otro premio en Santa Fe y completé el techo". Cuando recibió la Beca Guggenheim y compró el lote vecino, construyó una pieza y se instaló como corresponsal del diario Clarín de la ciudad. Todo lo rodeó de una quinta donde cultivaba frutas y verduras. Cuando yo llegaba a su casa, lo primero que me decía era: "Mirá Juan, qué lindos están los tomates, la lechuga, las uvas". Más tarde hablábamos de literatura, leíamos su último trabajo o yo le pedía algún consejo sobre mis cuentos. Recién entonces aparecía el escritor. En esta provincia formó el Cuarteto de Cuerdas y junto con su mujer, Irma Capellino, pianista, daban clases en el conservatorio.
Recuerdo especialmente una vez que lo llamé por teléfono y me dijo: "Vení a casa y traé tus trabajos". Viajé con mis originales. Siempre lo consideré mi maestro. Uno de mis cuentos tenía el título en latín: "Ite Missa Est". Me confesó: "Yo quería estudiar latín, pero me decidí por el quechua, que es el latín latinoamericano". Desde temprano estuvimos leyendo.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 109 - junio 2012)
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