Pocos escritores lograron transmitir mediante su obra tamaña intensidad, pasión y dramatismo como lo consiguió el notable cuentista rioplatense.
La relación entre Horacio Quiroga (1878-1937), la muerte y la desgracia fue una constante durante toda su vida. Pocos escritores permiten rastrear y develar, a través de todos sus cuentos, el inmenso valor documental, y con ello, los lastres de un pasado signado por la tragedia. Quiroga padeció las muertes familiares desde muy temprana edad y, por alguna cuestión del azar o del destino, una leyenda negra lo perseguiría hasta sus últimos días.
El creador de "Anaconda", cuando apenas tenía meses de existencia, sufrió la muerte de su padre Prudencio, a quien se le escapó un tiro de escopeta mientras descendía de un bote. Padeció la pérdida de sus dos hermanas, Pastora y Prudencia, quienes murieron de fiebre tifoidea en el Chaco argentino. Su padrastro, Ascencio Barcos, sufría parálisis cerebral y se suicidó delante suyo cuando Horacio era un adolescente.
Más tarde, en la ciudad de Montevideo, luego de haber publicado su primer libro de prosa y verso Los arrecifes de coral, (1901), mató accidentalmente a su amigo Federico Ferrando cuando estaba limpiando un arma. Luego de un interrogatorio y unos días de cárcel, decidió trasladarse a Buenos Aires, donde vivía su hermana María. En este período comenzó a colaborar de manera regular en revistas argentinas como Caras y Caretas, Fray Mocho, El Hogar y en La Nación, hecho que le permitió lograr un acercamiento y el reconocimiento de las clases populares.
En 1903, se sumó como fotógrafo a una expedición dirigida por Leopoldo Lugones a las ruinas jesuíticas de San Ignacio, Misiones; lugar que lo marcaría a fuego. En esta provincia encontró una nueva vida y descubrió todo su potencial literario. De sus narraciones, originó un nuevo estilo literario, ya que de sus historias de montes y de la selva fecundaron lo que luego se denominó literatura de la tierra y también fue un precursor del realismo mágico.
Aunque no se conozca demasiado, Quiroga tiene una vasta producción que abarca desde obras de teatro, poesía y novela; pero la crítica no fue para nada benévola para con él, y sólo lo reconocieron como uno de los principales cuentistas de la lengua española luego de haber escrito los célebres libros de cuentos: Cuentos de amor, locura y muerte y Los desterrados.
Misiones no sólo lo atrajo por esos personajes fronterizos pintorescos sino porque además el clima le curó el asma y, sobre todo, porque se enamoró y se casó con una alumna suya, Ana María Cirés con quien tuvo dos hijos, Eglé y Darío. Algunos biógrafos sostienen que Quiroga recaló en Misiones en busca de acción y refugiándose de su angustioso pasado, pero su destino seguiría enseñándose con el juez de Paz de San Ignacio.
En 1915, su esposa se suicidó, razón por la cual decidió trasladarse a Buenos Aires por un tiempo. Quiroga se adaptó muy pronto a la selva misionera, a tal punto que los lugareños nunca lo reconocieron como escritor sino como un vecino más, un dato histórico lo revela: ninguno de sus libros integró la Exposición del Libro argentino realizada en Posadas en 1936.
El autor de "Anaconda" encaró una vida polifácetica: se dedicó entre otras cosas a la agricultura, la producción de yerba, la fabricación de dulce de maní, carpintería y hasta fue embalsamador de las propias aves que cazaba.
Tareas que, en definitiva, nunca le permitieron obtener grandes ganancias. La mayoría de sus ingresos provenían de la literatura. "Valdría la pena exponer un día esta peculiaridad mía de no escribir, sino incitado por la economía", reconocía Quiroga.
Y precisamente estos oficios que desempeñó en las orillas del Paraná le permitieron narrar magistralmente y con profundo conocimiento del tema, por ejemplo, la explotación de los trabajadores e indígenas tratados como esclavos, como lo hizo en "Los mensú" (trabajadores mensuales) o en los personajes de su libro Los desterrados. Cuentan que Quiroga nunca se sintió a gusto en los círculos intelectuales, sólo se sentía cómodo con los trabajadores y en sus ratos junto con ellos, anotaba en una latita de galletitas las frases que estos formulaban, para luego plasmarlas en sus cuentos.
Los últimos años de la vida de Quiroga se sucedieron en la obstinación por obtener dinero de sus producciones agrícolas o de naranjas de su tierra -se sabe que hasta intentó vender yerba en Buenos Aires y naranjas en Garupá, pero sin éxito-, y a pesar de demanda negativa de sus productos, nunca se dio por vencido. Pese a ello, la realidad lo abofeteaba cada vez más fuerte; su segunda esposa Ana María Bravo lo abandonó y regresó a Buenos Aires con su pequeña hija Pitoca; era cada día más pobre y sus trabajos literarios eran cada vez menos vendibles.
En algunos de los balances de sus escritos -170 cuentos y el doble de artículos periodísticos-, ya se percibía un dejo de resignación: "Si en dicha cantidad de páginas no dije lo que quería, no es tiempo ya de decirlo". A todo esto se le sumó un fuerte dolor de estómago que lo llevó a internarse en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires donde estuvo por más de cinco meses y extrañó ferozmente San Ignacio. El médico le comunicó que tenía cáncer.
Quiroga, en otro rapto de coherencia existencial, se suicidó ingiriendo una dosis importante de cianuro. Como si se tratara de un final digno de un cuento de Edgar Allan Poe para los Quiroga, su hija Eglé se quitó la vida un año después y, en 1952, su hijo Darío siguió sus pasos. Motivados tal vez por su cruento pasado y una irremediable herencia familiar.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada N°4)
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