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Tierra adentro

Los días sin Ana

La vida de Ana Zabaloy se apagó en junio pasado, pero su legado de lucha sigue en pie. San Antonio de Areco fue el escenario de la desigual disputa entre una valiente docente contra un entramado que suma como integrantes a los agrotóxicos, los grandes laboratorios y el poder político de turno. La memoria de Ana sigue viva en cada pelea vecinal contra ese asesino silencioso que se beneficia de la indiferencia de quienes cobran por mirar para otro lado.

Es una mañana helada de sábado. Apenas amanece, y la ciudad comienza a abandonar lentamente su quietud de madrugada invernal, para tomar su ritmo medio-tiempo del penúltimo día de la semana. Tras rodar por la Panamericana, el camino se bifurca en dos. Del lado izquierdo, la ruta 8 va dejando atrás el norte del conurbano para adentrarse en el "interior" bonaerense: un paisaje amplio y llano, sólo bloqueado por carteles que promocionan desde productos comestibles, hasta loteos en incipientes barrios privados.

Al margen de toda crisis, atravesando los distintos gobiernos de los últimos años, la zona es un sector esencial del corazón productivo del país, que mantiene su bonanza a partir de la producción sojera, seguida del maíz, el sorgo y la ganadería, actividad preponderante durante décadas, hoy diezmada por los brotes generadores de bio-combustible. Tras unos minutos de un viaje bucólico, se llega a San Antonio de Areco, símbolo de todo ese entramado social y financiero, fusionado con un perfil turístico que nutre sus calles y bucea en la historia tradicionalista presente en sus pulperías y paseos.

Salva tu alma

A unos kilómetros del pueblo, tras cruzar el sencillo barrio Prado y la abandonada estación de trenes, comienza la ruta 31; que no es una carretera, sino un ancho camino de tierra, que conduce a más tierra y silencio, sólo alterado por el paso de alguna camioneta levantando polvareda, o un camión local que transporta unas vacas a su viaje final. El sol brilla fuerte atenuando el frío, iluminando los campos verdes, o secos y descoloridos, que evidencian un suelo raído post-cosecha, innegable vestigio de la soja.

Si bien algunos chacareros de la zona continúan criando vacas y chanchos, los rindes económicos del yuyo, son a pesar de la baja en el precio internacional, el negocio más rentable desde hace una década.

Para multiplicar su producción, se avanza cada año en la implementación de agrotóxicos, en mayor cantidad y potencia para resistir a las malezas y los insectos, contaminando el suelo y todo a su alrededor: agua, plantas, animales y seres humanos, envenenados sin distinción.

El camino cruza otras calles de tierra que conectan a casas y establecimientos lecheros, desparramados campo adentro. En una esquina hay un pequeño monolito, con una escultura de yeso de una Virgen con los brazos extendidos, y una cruz de madera como un designio: Salva tu alma, es su mensaje. A un costado, un modesto letrero de fondo blanco y letras negras señala la dirección hacia la escuela rural número once, a unos cuatro kilómetros. Allí, Ana Zabaloy, docente y psicopedagoga, fue directora, amiga y compañera de la pequeña comunidad educativa por la que luchó hasta su muerte, víctima de los agrotóxicos. Casi nadie intentó cuidar su cuerpo y salvar su alma.

Mosquitos y clases, muy cerca

La escuela José Manuel Estrada, emplazada en un terreno de 15x30 metros, es parecida a las cientos que hay en las zonas rurales del país. Una fachada simple, una parcela de juegos para el recreo y una habitación trasera, en la que vive la familia encargada del mantenimiento del lugar. En su interior, hay un pasillo central de piso de madera que conecta a las tres aulas, en donde Ana enseñó y aprendió junto a una veintena de chicxs de cuatro a doce años, hijxs de peones de los lotes cercanos; muchxs de ellxs fumigados asiduamente en sus casas y lugares de trabajo...



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Autor

Santiago Somonte