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El ojo blindado

La espalda de una amistad

Enojada, la lluvia empezó a caer justo un momento después del último disparo. Un rayo hizo temblar toda la zona cuando el policía se acercó sin dejar de apuntar hacia el cuerpo tendido en el piso de una elegante vereda de baldosas con forma de estrellas.

Enojada, la lluvia empezó a caer justo un momento después del último disparo. Un rayo hizo temblar toda la zona cuando el policía se acercó sin dejar de apuntar hacia el cuerpo tendido en el piso de una elegante vereda de baldosas con forma de estrellas.

–¿Está muerto? –preguntó su compañero desde el patrullero. Asintió con la cabeza, sin dejar de apretar firmemente su arma con las dos manos. Dio vuelta el cadáver para verle la cara a su víctima y el arma casi se le cayó de las manos: a quien había asesinado era uno de sus mejores amigos de la primaria. Sintió un pequeño magnetismo que lo arrastraba hacia adentro, casi le gana la desesperación, pero rápidamente encontró que su acción estaba justificada. El mismo clamor social era su respaldo. Pero desde las profundidades de su cabeza lo perturbaba un sonido. Pidió una ambulancia. Sus ojos no podían desclavarse de esos otros ojos, ahora inertes y secos, de su viejo amigo.

Recordó un dato que le pinchó la nuca: cumplían años con tres días de diferencia, se agachó y, como pudo, prendió un cigarrillo. La lluvia ahora eran latigazos a causa del viento. Fumó con fuerza para que no se apagara la llama. A su espalda, su compañero se lo quedó mirando desde el patrullero, no adivinaba pero intuía lo que estaba pasando.

Gritó desde su lugar.

–¿Lo conocías?

–No, no lo conocía. Fui su amigo.

Valentino y Tiziano vivían a menos de cincuenta metros de distancia en un barrio popular. Fueron a la escuela juntos y también compartieron algunos años de fútbol infantil. Valentino era arquero, Tiziano un delicado 5. Una tarde de invierno, en el segundo recreo de la escuela, Tiziano tuvo problemas con la banda de séptimo grado, dos años más grande que ellos. Cuando ya estaba acorralado, había recibido algunos cachetazos y un gigante estaba a punto de aplastarlo, apareció Valentino y, en un salto, le abrió la cabeza con una virgen de macizo yeso al gigante, que luego de unos pasos en falso perdió el conocimiento para el susto de todos. Al otro día, Valentino era el personaje más aclamado de la escuela, mientras que el líder de la banda de séptimo se quedó en su casa, avergonzado de aparecer con un moño blanco en la cabeza. Valentino fue suspendido dos días, la virgen no sufrió ni un rasguño gracias a la calidad del material con la que estaba hecha. Ahora respetado y querido por haber saltado en favor de un débil.

Esa no había sido la primera vez que uno acudía en rescate del otro. Elevada era la cantidad de peleas, de guerras de piedras contra enemigos del mismo barrio o contra quienes se cruzaban en alguna plaza. Pero no eran el clásico dúo de acero, se veían muy cada tanto por fuera del ámbito escolar. La disciplina familiar con la que era criado Tiziano lo impedía. Su padre era albañil y su madre empleada de limpieza. Ambos, estrictos practicantes del evangelismo, criaban al mayor de sus tres varones con leyes de fuego. Pero no vivía en una burbuja, sabía manejarse muy bien en la calle y, gracias a practicar karate desde chico, tenía un comodín para manejarse en ese mundo. Valentino, en cambio, vivía bajo otros colores, era el mayor de cuatro hermanos, único varón, y quedaba siempre al cuidado de las tres niñas, ya que su padre estaba preso desde hacía mucho tiempo y su madre siempre se la rebuscaba trabajando de distintas cosas o saliendo a cirujear, aunque solía derrochar parte de su pequeño sueldo en el bingo....




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Autor

César González (*)