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Nota de tapa

Luca vuelve

A 27 años de la muerte del líder de Sumo, se reedita la biografía que escribió Carlos Polimeni y Andrea Prodan organiza una exposición en homenaje a su hermano en la Biblioteca Nacional. Mezcla rara de vanguardia británica y de sensibilidad criolla, Luca irrumpió en el mundo del rock para dejar su marca. Provocador, desmesurado, creativo, hoy Luca es pura presencia: huella extraviada en la música argentina, mito inasible de la cultura popular, memoria emotiva de una generación que alcanzó a verlo sobre un escenario. En estas líneas, un adelanto de Luca. Un ciego guiando a los ciegos, la palabra de su biógrafo y la opinión de Andrea.

Si el río por el que se deslizan los mitos subterráneos es igual de oscuro, impreciso y contradictorio que el halo brumoso que envuelve a las viejas leyendas populares; entonces los mitos subterráneos transitan un camino imperfecto, pleno de falsedades y exageraciones, matizados siempre por los borrosos recuerdos de aquellos que asumen el desafío de forzarlos a abandonar el cenagoso cauce por el que corren con rumbo fijo hacia el olvido.

Por eso es tan difícil trazar contornos o establecer criterios biográficos, porque su historia es la historia de otros, la historia de los que están aquí para recordar. Sumemos a este mapa de imperfecciones una vida breve, una impronta marginal, y un personaje cuya propia existencia parece una enorme colección de malos entendidos, y obtendremos como resultado un mito argentino único.

Tan desmesurada como inasible, la historia de Luca Prodan responde exactamente a los parámetros no escritos del mito. Contradicciones y malos entendidos decíamos, y es así: quién puede explicar que la figura más emblemática del rock argentino, la más revulsiva, la más trascendente, sea la de un italiano nacido en Roma, educado en un selecto colegio de Escocia, que pensaba y cantaba en inglés, hijo de una acomodada familia compuesta por una italiana y un escocés que se conocieron en China. Semejante confusión de patrias, lenguas y pasaportes generó la leyenda, el mito, y multiplicó las dudas. Quién es capaz de comprender cómo este italiano, que primero se escapó del rigor y de un seguro destino universitario que lo esperaba después de la escuela Gordonstown, decidía más tarde huir también del alienante paisaje londinense de los setenta, ese húmedo universo de excesos, locura y soledad que casi lo empuja hacia el otro lado. Menos comprensible resulta entonces imaginar cómo terminó este personaje perdido en las sierras cordobesas, perseguido por los fantasmas de la heroína y la figura autoritaria de su padre, y con una valija repleta de sonoridades británicas, de punk, de reggae, de new wave. Imposible no resaltar, imposible no chocar contra un país enterrado en el miedo y la sangre de una dictadura. Imposible no confrontar con un rock nacional que apenas balbuceaba una identidad propia, confundido entre los modelos importados y los ritmos locales for export.

Por este mapa de contradicciones constantes deambuló Luca desde el principio: un tipo que eligió la música casi de casualidad para contar su propia historia conformó la banda de rock más influyente de los ochenta en la Argentina. Un personaje al que hoy todos persiguen e identifican con el éxito, ayer vivía sin nada, con ropa prestada y en una casa tomada. Una figura del rock que nunca pudo creerse la historieta de ser reconocido simplemente porque subía al escenario y se bajaba envuelto en las mismas sombras; el líder de una banda que iban a ver todos pero que terminó cantando para cien personas en la cancha de Los Andes. La cara de un grupo que tocaba con los peores equipos de sonido, que hacía del acople un rasgo distintivo, pero que en vivo sonaba como ninguno. Un pelado que hablaba en inglés en medio de una multitud de supuestos rebeldes de pelo largo que mentían en argentino. Un loco escapado de un húmedo callejón de Londres que terminó componiendo el tema más tanguero del rock nacional: "Mañana en el Abasto". Un artista que hacía de la agresividad su entorno natural, que odiaba el caretaje y la hipocresía que lo rodeaban, pero que demostraba una sensibilidad casi enfermiza en la vida de todos los días. Un pibe cultísimo que cocinaba las pastas más ricas; que sabía que se iba al tacho, que no podía contra el estigma de la ginebra mientras miraba el cielorraso de los baños, pero que de vez en cuando se atacaba con raptos de conciencia y tenía ganas de zafar, muchas ganas de zafar. Un mito incontenible, marcado por una vida biográfica apasionante, pero dueño también de un desbordante mundo interior al que nadie tenía acceso.

Por todo esto es que Luca. Un ciego guiando a los ciegos, del periodista Carlos Polimeni vuelve hoy a la calle, reeditado por Sudestada luego de permanecer varios años descatalogado. Porque la calle es su entorno natural. Porque esta historia no tiene principio ni final. Porque es un mito subterráneo, porque la luz de los arqueólogos del rock apenas si logran vislumbrar una mínima porción de la leyenda a la que vale la pena asomarse. Imposible negarlo en este presente gris donde los músicos de hoy copian o se repiten, donde el rock suena a hueco y no resulta provocador. Donde las multinacionales los disfrazan de rebeldes y donde el público es sólo un potencial comprador. De todas las dudas que surgen a partir del confuso mapa del que hablábamos a la hora de referirnos a Luca, una sola se disipa enseguida: cómo no va a seguir vigente un mito de la estatura de Luca. Cómo es posible relegarlo a un segundo plano o disfrazarlo de pasado, si su presencia aún provoca y su música se hace más fuerte. Si su cara está en todas las remeras, si su acento está en todas las memorias. Luca, otra vez, es presente

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Autor

Colectivo editorial Sudestada