Dichosos pueden sentirse los autores que han creado uno de esos personajes indelebles que los exceden, destinados a vivir mientras haya alguien que dé vuelta las páginas y viaje en las palabras. A costa de una vida arruinada, este "galeote de la pluma" nos legó a unos cuantos de esos amigos imaginarios: Sandokán, Yañez, Tremal Naik, la Perla de Labuán, el Corsario Negro, Honorata Van Guld... Gracias a su oficio obcecado son más oscuras y misteriosas las selvas, más esplendorosos los mares. Y más libres gracias a sus esfuerzos de esclavo.
Hay palabras Salgari, tonos Salgari y hasta silencios Salgari. Los conocí cuando era aún analfabeto. Llenaban una habitación al filo del océano Atlántico y la noche, cuando la voz de mi tío Rafael, carpintero de ribera y náufrago entusiasta, contaba sus queridas desventuras por la Patagonia. Y me era difícil, por momentos, saber si era él quien hablaba o la misma tormenta.
Recién años después -cuando ya supe leer- comprendí que mi tío hablaba de prestado: las palabras, los tonos, los silencios, todo venía de los libros. Esos libros viejos de editorial Saturnino Calleja y esos otros, menos viejos, de tapas amarillas, de la colección Robin Hood, que convivían entre las capas geológicas de libros acumuladas en la casa de mis abuelos.
Acechaba en ese episodio una enseñanza acerca de los poderes de la ficción: la experiencia -pese a resultar inasible para el lenguaje- latía más viva cuando la rodeaban, la acunaban, la impulsaban los recursos de la imaginación. Así eran más ásperas, más violentas, más entrañables las correrías de mi tío al sur de los "cuarenta bramadores".
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El mar siguió ahí, a metros, llenando las noches, los sueños y los días. Otros libros vinieron para acercarme aún más a él: Stevenson, Melville, Jack London, Kipling, Conrad. Diálogos elegantes que me sonaban menos impostados; descripciones en las que poesía y precisión geográfica no eran enemigas; secuencias narrativas tan complejas como hipnóticas; ideas nuevas, para mí, acerca del mundo, la vida y la muerte. Como una marea implacable, todo eso me fue apartando de los Tigres de la Malasia y el Corsario Negro.
Cuando la ópera se abrió camino a través de mis prevenciones, mis prejuicios y mi sorpresa con todo su cortejo de excesos y fantasía, otra luz iluminó las páginas del viejo Salgari. Sus aventuras por el mar y la jungla se veían como dramma in musica, sus diálogos eran recitativos y arias. Sus personajes me hacían acordar a un hallazgo del cineasta Rainer Werner Fassbinder: "tan locos están los personajes de la ópera que ya no pueden hablar, entonces cantan".
La ópera, ¡claro! Por eso tantas mujeres como no hay en toda la novelística de aventuras: ¿podría haber ópera sin su prima donna? En la aventura salgariana, sopranos y contraltos se entreveran con los tenores heroicos, los barítonos y los bajos que han afinado sus voces en las tempestades de mares remotos y en calmas aún más pavorosas porque esconden lo que no se sabe. Y como plantas carnívoras proliferan los amores entre representantes de estirpes enemigas.
Antonio Gramsci, en sus reflexiones acerca de la cultura, afirmó que a diferencia de lo sucedido en la mayoría de los países de Europa, Italia no tuvo una literatura nacional popular: su función fue cumplida por la ópera. Podemos agregar que Verdi fue el Balzac y el Dumas de la Italia tardíamente constituida como nación. ¿Cómo no iba a haber ópera en Salgari, si toda Italia estaba marcada por el gigante que compuso La Traviata, Macbetto, Don Carlo?
Puede incluso pensarse a Salgari como la contrafigura de Verdi. Uno oscuro y humillado, el otro brillante, pleno de triunfos, prácticamente el único actor cultural italiano de fama mundial en su época. Su nombre era usado como guiño por los patriotas que luchaban contra la ocupación austríaca. Viva Verdi pintaban en los muros de la madrugada. Lo cual también quería decir Viva Vittorio Emmanuele Re d' Italia. Un coro del segundo acto de la ópera Nabucco -datada en la época en que los egipcios oprimían a los judíos- se convirtió en himno de conjurados libertarios: Va pensiero... Verdi, además de ser la figura cultural más importante de la nueva nación, fue legislador. Verdi, tras años de una convivencia algo escandalosa para algunos, terminó casándose con la soprano Giuseppina Strepponi. Salgari estaba casado con una actriz fracasada a la que llamaba en la intimidad Aída, como la heroína de la ópera de Verdi compuesta para la apertura del Canal de Suez. Y los hijos de Salgari llevaban nombres exóticamente operísticos: Fátima, Nadir, Romero, Omar. Nombres que bien podrían figurar en una ópera de Verdi. O en alguna de sus más de ochenta novelas de aventuras, ambientadas en Malasia, las Antillas, el Far West o el Paraguay de Solano López.
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A diferencia de lo sucedido con Julio Verne, Salgari no gozó de una resurrección en aquellos años sesenta del siglo XX, caracterizados tanto por las innovaciones como por los redescubrimientos. El autor de Veinte mil leguas de viaje submarino fue releído en clave nietzcheana (y calificado de revolucionario subterráneo), iniciática, antiimperialista. Líneas de lectura contrastantes con la cristalización que lo pretendía un mero autor de entretenimiento que, en lo ideológico, no hacía más que glorificar el progreso continuo burgués y el catecismo positivista. Salgari siguió siendo, en cambio, una lectura insalvablemente menor. Esto pese a que, como en toda la narrativa marítima del siglo XIX, hay en las novelas de Salgari una denuncia profunda de la acción imperial. Pero, como en Verne, los malos siempre son otros: básicamente, los perros ingleses. Aunque también los holandeses con sus factorías orientales y su compañía de Indias, que hizo de una pequeñísima nación una potencia marítima.
(La nota completa en la Sudestada N° 135 - diciembre de 2014)
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