La triste revelación en el caso de Luciano Arruga es apenas el emergente de una realidad cotidiana. Más allá de la desidia del Estado y de sus instituciones en la investigación, el hallazgo del cuerpo de Luciano, casi seis años después de su desaparición, confirma una verdad silenciada: en los barrios, la policía sigue ejerciendo el poder de la impunidad, amparada por la complicidad de un sistema que protege y garantiza la continuidad de la red delictiva más importante del país. Habrá entonces que repetir una vez más lo dicho tantas veces: las fuerzas de seguridad -es decir, el rostro desnudo del Estado en los barrios- son una maquinaria diseñada para delinquir: narcotráfico, red de trata de personas, gatillo fácil, zonas liberadas, coimas y negociados, son algunas de las prácticas usuales de este entramado nefasto que cuenta con la necesaria connivencia de las gestiones políticas de turno. Es cierto que en los últimos años se observa un agravamiento, particularmente en la capacidad autónoma de recaudación, en la ramificación de una red ilegal que -otra vez, habrá que repetirlo las veces que sean necesarias- no puede en ningún caso definirse como una excepcionalidad a partir de casos aislados, sino comprenderlo como una matriz sistemática, organizada y amparada por el sostén decisivo de partidos y figuras del primer orden nacional a nivel político.
En ese sentido, la línea de estigmatizar al pibe, criminalizar al pobre, perseguir al que reclama, se dibuja como una estrategia montada por los medios de comunicación masivos (oficialistas y opositores por igual), que repiten esa lógica como lugar común hasta que logran imponerlo en el imaginario colectivo: de ese modo, la inseguridad no es provocada por los uniformados organizados, sino por elementos marginales de un sistema que sólo se preocupa por los pobres cuando amenazan la propiedad privada de los sectores del privilegio. No se trata de potenciar un discurso determinado, sino de insistir en que detrás del caso de Luciano Arruga, lo que surge es la sombra de una política diseñada para ocultar la verdad: los que trafican son policías, los que liberan zonas para mandar a robar son policías, los que se ocultan detrás de las redes de trata son policías, los que torturan en comisarías y asesinan pibes en los barrios son policías, los que reprimen la protesta social y espían a los referentes son policías, los que negocian la caja chica de la recaudación con los punteros son policías.
Después de más de tres décadas de democracia, está claro cuál es la principal deuda que el Estado mantiene con los argentinos. Mientras no exista una decisión concreta para detener a esta red delictiva, todos los discursos y anuncios, las pujas y las fichas que van y vienen en el tablero electoral de los candidatos de turno, serán apenas eso: la distracción que se construye para evitar discutir lo que sucede todos los días en la superficie. Después de tres décadas de gestiones varias y retóricas de ocasión más o menos progresistas, aquí no se trata sólo de inoperancia o desidia de parte del Estado: se trata de eludir una tarea impostergable, quizá la principal de esta etapa histórica: desmantelar lo antes posible este entramado corrupto y criminal que utiliza uniforme y que todos los días patrulla las calles por donde caminan nuestros pibes.
El colectivo de Revista Sudestada esta integrado por Ignacio Portela, Hugo Montero, Walter Marini, Leandro Albani, Martín Latorraca, Pablo Fernández y Repo Bandini.
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