Los días que siguieron a la triunfal puesta en órbita del satélite artificial Sputnik, Sergei Korolev no podía ni quería disimular su euforia. Ese ucraniano, jefe del programa espacial soviético, de gesto adusto y modos recios, entrenado para negociar hábilmente con los dirigentes del Partido, que había superado por poco la condena a trabajos forzados en un Gulag stalinista por la delación de un colega, sabía mejor que nadie que con ese éxito inicial se abría un mundo de oportunidades para su proyecto. Más aún después de constatar el impacto mundial de la noticia y la desbordante satisfacción de los dirigentes del Kremlin por haberles propinado a los americanos un golpe durísimo a su pedantería tecnológica. Ese pequeño artefacto de diseño sencillo, de 58 centímetros de diámetro y 83 kilos de peso girando en el espacio desde el 4 de octubre de 1957, era la mejor carta de presentación para un rejuvenecido Korolev: de ahora en adelante, su presencia sería requerida en cada evento social y sus exigencias presupuestarias serían atendidas de un modo prioritario en los despachos de la Nomenklatura. Era el momento; Korolev lo sabía. Si los dirigentes del Partido querían impacto, él les daría impacto. Particularmente, si el que le reclamaba una nueva hazaña espacial era Nikita Kruschev, allí estaría Korolev para avanzar otro paso, para romper los límites de lo posible, una vez más. Apenas se reunieron para festejar por el suceso del Sputnik, Kruschev no anduvo con vueltas: el 7 de noviembre de 1957 se cumplirían cuarenta años del inmortal triunfo bolchevique de Lenin y compañía, y la consigna era que para antes de esa fecha la Unión Soviética debía conmover al mundo nuevamente. Korolev no se inmutó ante el desafío; tenía un plan en carpeta, y lo propuso en aquella reunión: "Podemos poner un perro en órbita...
(La nota completa en la edición gráfica)
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