Los rasgos de su cara son duros; la comisura de los labios hacia abajo, el cabello rapado, los ojos fijos a la cámara, las ojeras de los días de dolor y rabia, y los brazos...
Los rasgos de su cara son duros; la comisura de los labios hacia abajo, el cabello rapado, los ojos fijos a la cámara, las ojeras de los días de dolor y rabia, y los brazos firmes, los puños cerrados, salvo por los dedos mayores, levantados y rectos, desafiantes, pese a las esposas que aprietan y lastiman sus muñecas. María Soledad Rosas es flaca y frágil, y la ropa que lleva puesta, demasiado grande, la hace más pequeña, efímera. Pero sus carceleros no pueden contenerla. En la imagen, que recorrerá el mundo, su furia se observa nítida. La Sole: una adolescente disconforme de Barrio Norte, una mujer producto de la clase media argentina, una niña mimada (y ahogada) por la protección de sus padres. La Sole, díscola e insegura, ahora camina hacia lo profundo de su historia, custodiada por dos carabineros, acusada de ecoterrorismo y con un agujero en su pecho. Un agujero que tiene nombre: Baleno, el hombre al que ama con la pasión de los iniciados, pero que ya no se encuentra entre los vivos.
La vida porteña
María Soledad Rosas nació el 23 de mayo de 1974 en el seno de una familia de clase media. Sus padres, Marta y Luis, siempre fueron defensores de la estabilidad y las buenas costumbres. Por eso, Soledad y su hermana Gabriela tuvieron una educación en colegios de cierta alcurnia, en los cuales el futuro se planeaba formal y correcto. Buenos padres, Marta y Luis. Tal vez, un poco absorbentes. En el árbol genealógico de la familia, Juan Manuel de Rosas, El Restaurador, aparecía como familiar lejano.
De niña, los días de Sole pasaban por la escuela, las series de televisión como La familia Ingalls y Heidi, y la práctica de tenis y natación. Esforzada y tenaz para el estudio, Soledad. Y buena compañera de sus amigas y de su hermana mayor, Gabriela.
Finalizado el colegio secundario, Soledad intentó con Psicología y Educación Física. Su búsqueda de algo que no entendía bien qué era la llevó a romper ciertas estructuras familiares: ahora se dedicaba a pasear perros y había iniciado relaciones de amistad con algunos colegas, poco presentables para sus padres. Algunas drogas, cervezas y largas horas en las plazas prefiguraban su vida en plena década de 1990, tiempos en los que el neoliberalismo arrasaba. Mientras tanto, su trabajo aumentaba cada día. A su vez, y para conformar a la familia, comenzó a cursar Administración Hotelera en la exclusivísima Universidad de Belgrano. También empezaría una relación turbulenta con Gabriel Zoppi, donde el dolor, las peleas y las idas y venidas serían una constante. Por esos días, leería a Eduardo Galeano, algo sobre macrobiótica y tendría un acercamiento con el Grupo Autogestivo por la Liberación Animal y Humana (GAPLAH), una mezcla de ecologistas con incipientes ideas libertarias. Pero no fue más que eso, un acercamiento. Soledad Rosas continuaba buscando su camino.
(La nota completa en Sudestada N° 126 - marzo 2014)
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