Fue el número dos de Montoneros. Desde ese lugar, hoy responde por un pasado de conflicto violento, de debate abierto y de revolución trunca. El vínculo con Perón, las críticas de Walsh, la contraofensiva de 1979, la oportunidad perdida; temas de una entrevista que pretende poner la lupa en las asignaturas pendientes de la historia rebelde argentina. Además, el ex integrante de la Columna Norte Miguel Fernández Long y el historiador Ernesto Salas proponen una lectura crítica a la mirada de la conducción montonera.
El problema del tiempo gana protagonismo en el libro de Roberto Perdía Montoneros. El peronismo combatiente en primera persona. El tiempo perdido, el tiempo que faltó, las urgencias de los compañeros, los errores de lectura de su propia época. "Llegamos tarde a la cita con la historia", asume el ex número dos de Montoneros. En el conflicto generado por la cuestión temporal, recorre en esta entrevista los aportes críticos de Rodolfo Walsh, los argumentos sobre los cuales se cimentó la contraofensiva de 1979, la contradictoria relación con Perón y la certeza de haber estado cerca de constituirse como una opción de poder real. En el camino, errores, desviaciones, compañeros perdidos, asignaturas pendientes y cuentas sin saldar con una historia que abrió una grieta en la Argentina de los setenta. Una historia que todavía enciende debates y propone nuevas herramientas, en la voz de uno de sus protagonistas.
-El libro tiene un perfil autocrítico. Se subrayan errores y problemas no resueltos. ¿El pase a la clandestinidad fue un punto de inflexión, la raíz de muchos errores?
-Eso ya venía de antes, porque nosotros no encontramos cómo vincularnos con un Perón que, en los últimos años de su vida, había cambiado de opinión respecto de lo que había planteado, pensado y hecho en los cuatro años anteriores. Desde 1969 se habían producido cambios importantes en las expresiones políticas de Perón, y nosotros no logramos integrar nuestra política con esa nueva situación. Lo que no quiere decir que tendríamos que haber seguido lo que Perón decía, pero no logramos resolver ese problema. Eso alcanzó su punto más alto con el paso a la clandestinidad cuando, acorralados por la Triple A, nos dejamos llevar por la presión que teníamos en ese momento, porque todos los días nos mataban un compañero. Se habla de 1.500 compañeros asesinados por la Triple A en un período de dos años. Y frente a esos hechos, los compañeros expresaban: "¿Hasta cuándo vamos a aguantar que nos maten sin hacer nada?". Nos dejamos llevar por un oportunismo, por una inmediatez en la respuesta. Consideramos que pasando a la clandestinidad podíamos resguardar a la mayor cantidad de cuadros. Eso posiblemente fuera cierto porque esa decisión salvó muchas vidas, pero al mismo tiempo creó las condiciones para profundizar el desarraigo que se venía planteando en la organización. Tenía que ver con la reducción de la capacidad de inserción en el conjunto de los frentes sociales y políticos, porque una cosa era funcionar a cara descubierta y otra era que una buena parte de la dirigencia tuviera que tomar contacto con esos frentes de modo clandestino. Eso debilitaba la acción, por las reservas lógicas que había que tener, y generaba naturalmente recelo y miedo por el otro. Fueron circunstancias que nos hicieron profundizar la pérdida de contacto con la vida del pueblo, y eso se notó mucho después en la resistencia posterior, ya con la dictadura.
-¿Cuándo comenzó ese proceso de desinserción entre las masas, lo que después provocó lo que califica como "desconexión con la realidad"?
-Pasaba por problemas políticos: el debate interno en el peronismo, que lo fuimos perdiendo. No porque la gente simpatizara con el aparato burocrático, sino porque a su vez teníamos una confrontación con Perón, que era la conducción del conjunto del movimiento. Esa confrontación nos fue llevando a una relación cada vez más difícil. Y esas dificultades aumentaron las chances de las respuestas más sencillas: era más fácil abocarse a la acción militar y a la organización interna que dar el debate cotidiano en medio del pueblo, que siempre es más complejo porque requiere de mayor flexibilidad y comprensión. La base de esa desinserción fue ese proceso que nos fue encerrando en la propia organización, con sus respuestas organizativas y militares. Después se hizo una autocrítica por aquellos años, pero tenía que ver con ese distanciamiento respecto de las repuestas que el campo popular demandaba en cada momento.
-¿Es en ese contexto que Rodolfo Walsh eleva sus críticas a la conducción nacional?
-Sobre este tema hay un problema que no se puede resolver, porque fue un debate mal planteado. Digo mal planteado porque en la vida política de hoy no está bien entendido. Las cartas de Walsh son de finales de 1976 y principios de 1977, cuando ya todo era tarde, tanto para lo que planteaba Walsh como nosotros. Eso tendríamos que haberlo debatido para buscar alguna fórmula en 1974. Pero en 1976 había un debate que pasaba por el sector social desde donde se hablaba. Lo que nos planteaba Walsh era dar un paso atrás para descentralizar fuertemente la estructura, en función de una situación que se vivía por la ofensiva de la Triple A y lo que se venía. Eso era efectivamente cierto si hablamos de los sectores universitarios y profesionales, y de la política territorial. Allí sí había un fuerte retroceso. Ahora, en el mundo de los trabajadores, de los obreros industriales, la respuesta era otra. Seguían peleando, no estaban en retroceso. Mantenían una política ofensiva: Villa Constitución, por ejemplo, era expresión de eso. No eran sectores marginales; eran el núcleo central del movimiento obrero en la Argentina. Y nosotros en 1974 habíamos adoptado una definición, que era básicamente dónde concentrar las fuerzas. En el peronismo siempre se definía a los trabajadores como la columna vertebral; nosotros decíamos que más que su columna vertebral debían ser su cabeza. Porque si los trabajadores no imponían su hegemonía, el peronismo pasaba a ser un partido más del sistema, como lo es hoy efectivamente. Peleamos realmente por esa hegemonía de los trabajadores. ¿Y qué definimos en función práctica? Concentrar la construcción sobre una fuerza que se extendía en una franja que arrancaba desde el sur de Rosario, pasaba por la costa del Río Paraná y llegaba hasta Berisso y Ensenada, con un enclave en Córdoba. En esa franja estaba concentrado el mundo obrero de la Argentina. Ahí focalizamos nuestras fuerzas y jugamos nuestra suerte. Y ahí está el núcleo de ese debate, porque Walsh plantea su mirada desde una óptica movimientista, territorial, que es cierto que venía retrocediendo. Y cuando llegó el golpe justamente se apuntó a destruir esa franja, que era la base de los cambios que se podían dar. De modo que no logramos resolverlo con el peronismo, y mucho menos con el golpe de Estado. Desde allí se planifica el golpe de Estado en función de una necesidad: ese mundo obrero seguía peleando. Yo no sé si fue correcto jugar nuestra suerte allí, pero creo que sí, que era la necesidad histórica que ese sector fuera el hegemónico en ese proceso que se venía, porque de lo contrario íbamos a navegar en nuevas formas de reformismo.
(La nota completa en Sudestada Nº 122, agosto de 2013)
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