La historia de la luchadora minera que derrotó a la dictadura de Banzer, integrante del ELN, y referente del poder popular en toda Bolivia y el mundo.
La revolución es un camino complejo, de avances y retrocesos, donde deben encastrar las piezas más disímiles. ¿Cómo encajar el hambre y el estudio? ¿Cómo encajar la familia y el partido? ¿Cómo encajar la humildad y la tarea dirigente? ¿Cómo encajar las empanadas y la lucha armada?
Era todavía de noche en el campamento minero Siglo XX, al norte de Potosí, Bolivia. Ella se levantaba a las 4 de la mañana, en su casilla de 4 x 5, para hacer las empanadas que luego vendería en el mercado. Sus hijos más grandes la ayudaban. Hacía frío en la Cordillera de Chichas, a más de 4.000 metros de altura. Su marido estaba en la primera punta de la mina. Las vetas de la montaña se estaban agotando y cada vez había que usar más dinamita para sacar estaño. Por eso el sueldo no alcanzaba. En cada repulgue de empanada salteña, Domitila ponía la fuerza de la supervivencia; pero no de cualquier supervivencia, sino de aquella que busca un futuro mejor, porque sus labores servían para que sus siete hijos fueran a la escuela. A las 7 les daba el desayuno, los peinaba y los mandaba con su cuadernito. A las 8 se iba a la pulpería para aviarse de artículos de primera necesidad. Había que hacer una larga cola para cada producto. Allí aprovechaba para vender las empanadas y de paso hacer propaganda política.
Lo más preciado era la carne. Cuando escaseaba, la gente hacía cola durante dos o tres días, se turnaban los grandes y los chicos; algunos morían aplastados. La vida valía muy poco en los campamentos mineros, se agotaba como el estaño. Los hombres no llegaban a los 35, corroídos por el mal de mina o asesinados por los soldados en una de las tantas insurrecciones.
Su cabeza no paraba. Desde temprano, mientras amasaba, pensaba cómo dar vuelta las cosas porque estaban al revés, era evidente. Por eso la vida la fue llevando, solita, por el camino de la rebelión, hasta provocar, solita, años más tarde, la caída de la dictadura de Banzer. Sin querer se había metido en el Comité de Amas de Casa de Siglo XX, un grupo de esposas de mineros que se fue convirtiendo en un organismo de base con acciones de vanguardia. Las mujeres generaban las acciones que los hombres, por aislamiento o incapacidad política, no podían realizar.
Apenas llegó con su marido al campamento minero, embarazada de su primer hijo, compartieron una casilla con un amable señor mayor. Cuando el hombre se fue, Domitila quedó sola, y la empresa minera la echó de la casa. Ella se quedó llorando afuera, con sus cositas apiladas, hasta que un vecino le aconsejó que recurriera al dirigente minero Federico Escobar. "Nunca había visto un hombre así, tan sencillo, tan bueno". Escobar la llevó hasta la oficina de bienestar social de la empresa, hizo llamar a los serenos que la habían echado, "y los riñó bien harto". Como ella estaba muy embarazada, les hizo entrar todas las cosas e incluso hacer la cama. "Ahora usted tiene nomás que descansar, pues está mal, está delicada", le dijo. A los tres días nació Rodolfo.
Y así, de a poquito, fue aprendiendo a defender sus derechos y los de los demás, hasta que ingresó, tímidamente, al Comité.
En la dura vida en torno de la mina, Domitila aprendió a forjar un mensaje que llevaría consigo hasta su muerte: el poder está dentro de cada uno. Por eso se empeñaba en combatir el miedo interior, el principal enemigo del pueblo. Ella lo venció de chiquita, en Pulacayo, cuando enfrentó a su madrastra golpeadora y a su propio padre borracho.
Así fue que en el 65 comprendió la magnitud del miedo colectivo, cuando su pueblito masacrado vacilaba en denunciar los horrores de la represión del gobierno supuestamente popular del general Barrientos. Luego de la sangrienta cacería, que incluyó fusilamientos desde aviones de guerra, vinieron los periodistas y organizaciones solidarias, pero nadie se atrevía a decir nada. El gobierno había dado vuelta la versión, y los mineros, que se habían defendido con dinamita desde la cumbre de la montaña, quedaban como los malos de la película. Domitila recién había asumido como secretaria general del Comité y no lo podía creer, estaba indignada. El país quería saber lo que había pasado y en cambio un silencio mortal inundaba las callecitas del campamento. La gente estaba reunida. Una señora estaba con sus hijitos, llorando porque había perdido a su esposo. Ella le dijo: "Pero señora, no llore usted. Párese y denuncie que a su esposo lo han matado". Y la señora la miró bien y le respondió: "Tú eres pues nuestra presidenta, vos pues hablá; tú eres ama de casa, hablá pues". En ese momento la verdad le cayó como un rayo en la cabeza; lentamente se paró sobre un banco y empezó a contarlo todo.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 108 - mayo 2012)
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