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Cuerpos encontrados en el Río de la Plata

Uñas en el río de los nudos

Un puñado de fotografías salió a la luz a fines del año pasado. Las imágenes retrataban a un centenar de desaparecidos argentinos, arrojados al Río de la Plata durante la última dictadura militar, en procedimientos conocidos como "vuelos de la muerte". Allí, en el detalle de esos cuerpos maniatados, es posible establecer un doloroso paralelo con otro momento histórico de nuestra América.

A mediados de octubre pasado -en las instancias finales del juicio en su contra por el secuestro y desaparición de Azucena Villaflor, las monjas francesas y Dagmar Hagelin-, Alfredo Astiz expuso su alegato defensivo. Durante dos horas tuvo oportunidad de calificar al juicio como "ilegítimo" y definirlo como un "acto de persecución". Con estudiada ironía, corrigió a jueces y fiscales señalando que para "el combate contra la subversión" no se debe utilizar la palabra "represor" sino "combatiente". Finalizó su demostración de inocencia diciendo "que eso no era un juicio sino un acto de linchamiento".

Dos meses después de semejante exposición, el gobierno de Pepe Mujica desclasificó una serie de fotografías pertenecientes a 130 detenidos-desaparecidos que fueron arrojados al Río de la Plata durante los vuelos de la muerte y que las corrientes fluviales abandonaron en las costas uruguayas. Por supuesto, cientos de otros detenidos lanzados de la misma forma acabaron por acción de los vientos y de otras corrientes en las fauces del océano. En las fotos facilitadas por Uruguay se observan manos y piernas fuertemente amarrados con sogas de enrollar cortinas o con alambres de grosor diverso, en una muestra de la crueldad improvisada en los campos de concentración de la dictadura cívico-militar de 1976. Todos los cuerpos presentan evidentes signos de haber sido ferozmente torturados. En algunos casos, las manos indefensas aparecen con un último atisbo de rebeldía con los puños crispados ante la certeza de esa muerte horrible.

Si bien esos cuerpos jóvenes muestran signos de suplicio, me detuve sin advertirlo en la imagen de los pies de una mujer: tenía los tobillos amarrados y las uñas pintadas de rojo. Esas cinco uñas son un signo. Esas cinco uñas del pie de una mujer arrojada al río por militares argentinos, a un río de locura que alguna vez algún conquistador alucinado surcó con sus naves en la creencia de que lo llevaría al país de la plata y por eso lo bautizó con ese nombre; ese pie pintado es un signo de un delito inequívoco, pero también es un símbolo que posee múltiples sentidos, como aquella última vez que esa chica se pintó las uñas de ilusión.

La obscenidad del comentario de Astiz me retrotrajo a las leyes de Obediencia Debida y Punto Final de Alfonsín, mientras que las uñas rojas que nunca imaginaron que esa última vez se estaban pintando para terminar en una foto de los archivos policiales uruguayos me recordaron el indulto de Menem demostrando los vaivenes de la historia que invariablemente acaba tomando la palabra.

A principios del siglo XIX, los funcionarios realistas percibieron con horror la aproximación de un apocalipsis inminente. La América hispana comenzó a forcejear contra el yugo colonialista cada vez con mayor determinación. La sangre de los revolucionarios, que la reacción derramaba a torrentes, no logró conjurar el colapso; apenas evidenció la desesperada angustia de los represores. La situación de la corona era cada vez más comprometida. Todas las ciudades estaban plagadas de revolucionarios que abandonaban la clandestinidad y se lanzaban en franco combate por la independencia. Los rebeldes contaban con milicias -si bien armadas pobremente, pero milicias al fin- que se oponían a los Ejércitos del Rey.

En el contexto del virreinato del Río de la Plata, especialmente en el Alto Perú, las fuerzas de la corona advirtieron la inseguridad del suelo que pisaban, y esa incertidumbre se tradujo en un accionar represivo de una crueldad inusitada. Numerosos oficiales realistas cometieron todo tipo de abusos, feroces torturas y amputaciones a prisioneros, cuyos miembros terminaron colocados en picas a la vera de los caminos con el fin de amedrentar. Es decir, no respetaron lo que por entonces se conocía como "el derecho de gentes" en la guerra, una suerte de convención tácita que en general cumplían los combatientes.

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 108 - mayo 2012)

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Autor

Marcelo Valko