Un viejo poeta de la patria evoca. Su nombre, Hilario Ascasubi. Esa noche en vela se entrega al recuerdo. Se deja llevar por los laberintos de una memoria. Tiempos de grumete, cuando era apenas un niño. Tiempos en los que ascender al palo mayor era un desafío de vida o muerte, en los que el dolor de tripas y el pavor ante el abordaje eran rituales cotidianos.
Un pasado marcado por los insomnios y los sueños de los corsarios, las órdenes y los silencios del capitán, los pliegues invisibles de la carta náutica y la belleza de un mascarón de proa, el reparto del botín y el inflexible código disciplinario de a bordo. Lejos del mar es, a la vez que novela de aventuras, una historia de iniciación donde resuenan los ecos de La isla del tesoro. Su protagonista se modifica a lo largo de una narración que atraviesa el mar como escenario. Es un niño temeroso cuando inicia la travesía; es un marino curtido por los vientos cuando regresa. Un relato de piratas, pero también un viaje a través de la vida de nostálgicos filibusteros que balbucean en oscuras tabernas, de mujeres fatales con su refugio en la orilla, de leyendas de un mar que es desvelo y ensoñación, peligro y sosiego, compañero y enemigo.
"Alguien me arrancó de encima la vela que había servido para resguardar mis sueños y me arrojó un cubo entero de agua barrosa. Rugía, una tras otra, órdenes que no alcanzaba yo a descifrar. Escupía, uno tras otro, rezongos y juramentos. Me zamarreó de un brazo hasta obligarme a estar en pie sobre la cubierta encharcada, cara al viento, al sol naciente, a ese mundo que se me venía encima.
Era una voz espesa, oscura y vasta como la propia voz del río inmenso la que me sitiaba con palabras como olas.
Yo seguí quieto. Solo a medias despierto.
Hasta que el dueño de la voz me tomó de una oreja y de un tirón que casi la arranca me arrastró hacia la banda, justo al pie de una escala hecha de cuerdas.
-Váyame hasta arriba del todo, allá me aprovecha para tomar fresco y pegarle un vistazo al cielo de más cerca, aprecie de paso lo bien que luce desde lo alto La Rosa, otee alrededor y cuando sienta que está a punto de empacharse de tanto aire, entonces me desata la banderola roja que hay en el tope y me la trae -mandó la voz, más sosegada aunque no menos grave ni compuesta.
Bien sabía yo, por haberlo escuchado de boca de los marinantes que gastaban sus horas terrestres en El Gato Maula, que a cada guardia era necesario trepar a la arboladura para aferrar o soltar velas y otras maniobras tan admirables como enigmáticas. Mas nunca imaginé que yo mismo debiera volverme capaz de arrojos tales.
Tanteé la embrollada armazón de cuerdas que partía de la borda y llegaba, muy por encima de mi cabeza, hasta una plataforma de madera atravesada por el mástil. Miré más allá, adonde otra escala similar, pero más angosta y de apariencia endeble, conducía a otra plataforma, bastante más pequeña, de la cual a su vez arrancaba otra escala que parecía hecha tan sólo para los pájaros. Torcí la mirada hasta que me dolió la nuca para dirigirla arriba del todo, allí donde el viento hacía tremolar a su antojo esa banderola, trastocándola en una mínima llama cautiva. Sólo un instante aguantaron mis ojos sobre ella. Bastó para que me ganara el vértigo. Bajé la mirada.
-Dicen que el diablo nunca pudo ser buen marinero por no querer mirar al cielo -dijo la voz.
Recién entonces, como si despertara en ese momento, reparé en el moreno que me rigoreaba. Quedé temblando para adentro como un gazapo aturdido de luz ante un fanal.
Por un momento, sólo el río habló. En su voz de viento y agua acechaba una promesa, latía una ayuda que no esperaba, la fuerza de todo lo que en él vive, anda, muere, renace, venida en mi socorro.
-¡A la carrera, mequetrefe! -bramó la voz, al tiempo que su dueño me empalaba un voleo sur abajo de la espalda que terminó por decidirme.
Nunca había trepado yo más alto que a lo más alto de un árbol de moras, una tarde calurosa, cuando con el refuerzo de otros rapaces como yo, devoramos hasta el último de sus frutos cual manga de langostas. Pecadillo venial que pagamos con una cagadera de padre y señor nuestro.
Respiré hondo, me llené de ese olor a madera, brea y cabuyería que es la esencia de toda singladura, miré de soslayo a los hombres que fregaban la cubierta sin dispensarme más que ojeadas fugaces y sonrisas en las que adivinaba su expectación y su sorna, jamás lástima o piedad. Apreté los dientes y arriba.
No fue difícil la primera escala. Ni me pareció lugar del todo inseguro esa primera plataforma. Cuando comencé a subir la siguiente ya no tenían tanta confianza mis piernas, y al llegar a la segunda plataforma tanto temblaban, tanto se sacudían, que me fue imposible evitar que mis rodillas golpearan una contra la otra. Me detuve, tratando de recuperar la calma y el dominio de mis miembros. Inmediatamente, desde abajo, igual de tonante que si sonara junto a mi oreja, me llegó la voz.
-Que suba le mandé, aparcero.
Sin mirar más allá de mis manos, ardidas por la aspereza de los cabos, empujado por la voz reinicié el ascenso. La tercera escala no era tan frágil como me había parecido desde cubierta, pero tampoco se trataba de algo que ayudara aunque fuera un poco a recobrar mis ánimos, más bajos cuanto más subía. Para empeorar las cosas, un pajarraco verde en el que hasta entonces no había reparado comenzó a revolotearme en torno, chillando y lanzándome picotazos. Juira, juira, le decía yo sin que me hiciera caso. Lo soplé, lo traté de espantar a pedorretas hechas con la boca, lo escupí. De seguro el tratamiento no lo satisfizo, porque apenas lo alcanzó mi primer gargajo se me vino al humo y me picoteó justo en las manos".
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 108 - mayo 2012)
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