Algunos lo saben, otros prefieren olvidarlo. Donde no hay pensamiento crítico, donde no existe cuestionamiento ni observación aguda de la realidad, no hay periodismo. Hay propaganda. Funcional a los intereses que cada medio pretende defender, tácita o desembozada, la propaganda no precisa del debate; por el contrario, su objetivo es anular la voz de quienes pongan en duda sus certezas. La polémica es un riesgo para ellos: confunde, divide, dilata. Lo importante no es transmitir un marco general de los hechos para que sea la población la que organice su propio pensamiento; la clave es manipular la información, deformarla, sobredimensionar los aspectos favorables y silenciar los elementos controversiales.
Siempre, en cada caso, los intereses por defender ocupan el rol prioritario. Que nadie se atreva a arruinar el negocio. No importa, en realidad, a quién está dirigida la información: no son más que masa dócil, maleable. Se trata de imponer un punto de vista, de ajustar la opinión al extremo de simplificar la comprensión a través de la repetición y los recursos sencillos, de dibujar un paisaje maniqueo para que resulte indefectible tomar posición de un lado o del otro del micrófono. La opinión colectiva, en ese sentido, sólo interesa en cuanto resulte funcional. Si no es así, no existe.
De un tiempo a esta parte, asistimos a una guerra de propaganda en los medios de comunicación. En ella, cada tema abordado es un frente de batalla. Hoy el eje resulta la controversia por la megaminería y asistimos a un escenario patético. De un lado, cronistas del monopolio ofrecen un sugestivo costado sensible a las preocupaciones ambientales de las poblaciones provinciales ante el riesgo de contaminación. Soslayan, cómplices, otros proyectos nada sustentables a cargo de los patrones de sus corporaciones; pero de eso no se habla. Oportunistas, hipócritas, aprovechan cualquier contingencia para llevar agua para su molino. Así manipulan, distorsionan, deforman.
Del otro, cronistas del modelo no saben de qué disfrazarse para intentar travestir sus dichos: aquellos simpatizantes del sentir popular, hoy explican las maravillas del progreso, saludan las inversiones extranjeras, aclaran que cualquier acto humano es contaminante y acusan de fundamentalistas a quienes protegen su medio ambiente. No mencionan la continuidad de un modelo extractivo que parece apoyarse en la rapiña de los recursos naturales; un país que asoma dividido en parcelas para quienes se apropian de riquezas no renovables: la zona minera, la región del monocultivo, el territorio de los hidrocarburos. Ellos, que hasta hace un tiempo atrás balbuceaban las maravillas del desarrollo industrial, hoy se muestran -en el aire- de rodillas ante el dinero de las corporaciones que explotan y saquean las riquezas arrasando con todo y sin dejar nada. Sobre la represión contra las movilizaciones populares, guardan un silencio vergonzoso o cuando quieren decir algo, trastabillan; ni su cara puede con tanta hipocresía. Y así manipulan, distorsionan, deforman.
Mirar televisión, leer los diarios, escuchar radio hoy exige un ejercicio cotidiano. La guerra entre propagandistas está desatada. Desde las sombras, detrás de tanta retórica y frases hechas, se están disputando el negocio propio y el de sus aliados. Para ellos, no conviene debatir, no hay lugar para la polémica. Para ellos, pensar es peligroso.
El colectivo de Revista Sudestada esta integrado por Ignacio Portela, Hugo Montero, Walter Marini, Leandro Albani, Martín Latorraca, Pablo Fernández y Repo Bandini.
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