Trabajan cortando la yerba mate en los campos de Misiones. Sufren junto a sus hijos en la precariedad de campamentos infrahumanos, en una provincia que tiene esclavos en sus yerbales y una ministra de Trabajo que cree que "hay disposiciones del Ministerio de Trabajo de la Nación que son impracticables". Desprotegidas y de cara a otro año de mesas vacías, cortaron la ruta en Oberá y llegaron a Posadas, donde acamparon durante unos días frente a la Casa de Gobierno de Misiones para exigir dignidad.
Uno. "Son las seis de la tarde y en Oberá tenemos 32 grados de temperatura" se escucha en la radio de la casa de Doña Chela. El camión llega al barrio San Miguel, y enseguida empiezan a subir los tareferos. Primero las mujeres con los niños, después los hombres con las carpas, los colchones y las herramientas. El grito del cuadrillero para apurar a la gente se mezcla con el llanterío de la gurizada. Un rato más tarde, ya todos están acomodados en el acoplado. El camión empieza a moverse. Las manos de los que se quedan en el barrio se agitan, saludando, bendiciendo, deseando suerte, que es algo que necesitarán y mucho quienes parten hacia la tarefa. Doña Chela apaga la radio y, en el silencio del patio de tierra, le reza a su virgencita para que los que se van no sufran tanto esta vez.
Llegan al yerbal y ya es de noche; la linterna del capataz no alcanza para iluminar a todos y ahora las criaturas lloran con más fuerza que cuando salieron: están asustadas. Sus madres intentan calmar tanta lágrima y temor.
De inmediato, los hombres van buscando dónde armar el campamento. Es una tarea complicada porque no se ve nada. Hay que ir tanteando el capuerón2 y decidirse por donde los yuyos están más bajos. Ahí se machetea un poco en la oscuridad y después se arman las carpas de nylon negro, que durante los próximos quince días serán el único techo posible.
Mientras, las mujeres se organizan para ir a buscar agua: el capataz dice que hay una vertiente a medio kilómetro. Por suerte algunas trajeron baldes. Las que no van se encargan de armar la fogata y otras empiezan a mezclar harina con aceite y agua para preparar el reviro3 que comerán más tarde grandes y chicos.
De madrugada, el inmenso silencio del yerbal a oscuras sólo será interrumpido por el alarido de miedo de una madre que descubrió una yarará4 que entraba a su carpa, o el llanto de un bebé hambriento. Cuando el sol comienza a asomar, todos ya están levantados; es hora de ir a tarefear.
Dos. Lunes 5 de diciembre. Los tran¬seúntes habituales de la Plaza 9 de Julio de Posadas se detienen a mirarlas. Algunos turistas se acercan a hacerles fotos y los policías de Casa de Gobierno las rodean sin abrir la boca, en plan intimidatorio. Ellas siguen haciendo lo suyo; para eso han venido desde Oberá. Arman las carpas y colocan las pancartas que resumen lo que tienen para decirles a los gobernantes de Misiones que, fresquitos desde sus oficinas con aire acondicionado, corren la cortina apenitas para mirar. No es extraño, entonces, que aparezca enseguida un inspector municipal para labrarles un acta de infracción "por colocar pasacalles de protesta entre los árboles, instalar elementos como ollas, cocina a gas, en un lugar donde está prohibido". Un muchacho observa la escena del agente municipal que labra el acta a las mujeres que acaban de llegar. "Hay que ser un reverendo hijo de puta para hacerles esto" dice, solidarizándose con las tareferas. Y razón no le falta.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 106 - marzo 2012)
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