Estela, Diana, Beatriz y Marina. Las cuatro hijas de Héctor Oesterheld, el creador de El Eternauta. Militantes montoneros, los cinco fueron desaparecidos por la dictadura militar. Pero detrás de la tragedia, emerge una historia plena de belleza, coraje y compromiso. Opinan la madre de las chicas, Elsa Sánchez, y sus nietos recuperados, Martín Mórtola y Fernando Araldi.
1.Un silencio tenso se filtra por las ventanas del chalet. Tres de la mañana, y falta Diana. Un par de horas antes, llegó Marina, la menor. Un rato después, Beatriz y Héctor, juntos. Ya de madrugada, Estela golpea la puerta. Pero falta Diana. El Viejo simula como puede los nervios, sale al jardín y se pierde en el negro de la noche. No resiste la mirada escrutadora de Elsa. No le hace falta recordar ahora sus advertencias, el riesgo presentido, el temor apenas esbozado en la despedida de las chicas, por la mañana. Después, cada una partió rumbo a Ezeiza por su cuenta, en columnas diferentes. Al fin de cuentas, ese 20 de junio de 1973 iba a ser un día de fiesta. Habían pasado dieciocho años para que volviera del destierro el caudillo, y una multitud se hacía marea interminable para ir a recibirlo. ¿Para qué tomar recaudos exagerados? ¿Por qué imaginar lo peor? ¿Cómo ignorar el clima de felicidad que atravesaba las barriadas movilizadas, los micros llenos, las caravanas, los bombos, las banderas al viento? ¿Quién podía imaginarse que ese mismo día se iniciaría la tragedia argentina?
Algunas horas más tarde, las radios ya difunden las noticias: confusión, disparos, gritos, corridas, desesperación. Cuando la noche se hace dueña del paisaje, la misma muchedumbre que caminó durante horas todas las distancias imaginables para reencontrarse con su líder vuelve como puede a sus hogares con la angustia dibujada en su rostro. De regreso, son espectros buscando la puerta de salida del infierno de las balas fascistas desde el palco. Entonces sí, cuándo vienen las chicas, qué pasa que no llegan, cómo no las viste, dónde está Diana.
Nunca el rostro de Héctor Oesterheld se tornó tan sombrío como esa noche sin fin, cuando sale al jardín, y se entrega manso al frío de la madrugada, deseando adivinar la silueta de su hija en cualquier sombra furtiva. Ya no hay tramo que recorrer por el parque cuando la sonrisa de Diana, por fin, lo arranca de la más muda desesperación. Se abrazan, los dos, a pocos metros de la casa. Adentro, las otras chicas siguen atentas la escena desde las ventanas y anuncian a los gritos la llegada de la ausente.
El día se cierra. Las Oesterheld están juntas, por fin. La tragedia apenas se vislumbra por encima de la decepción de tantos que, como ellas, de pronto se ven apartados del horizonte imaginado, y empujados hacia el abismo por un puñado de sicarios.
En pocos minutos, el silencio invade el chalet. Duermen ya las chicas sus sueños de revolución.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 106 - marzo 2012)
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