Incorregible poeta, desafiante hacedor de imágenes, rebelde militante de la vida, el venezolano Víctor Velera Mora marcó un punto de inflexión en la literatura americana. Cronista de su tiempo, supo registrar lo vivido, y pasar la barrera de la acción en busca de un destino revolucionario.
Remata lo último que le queda en el vaso de vino y le pide otro al mozo. Sabe que la punta del lápiz no aguantará mucho más y se acuerda del día que lo encontró tirado en un rincón de los pasillos de la Universidad de Mérida. Ese viajar de la memoria gastando barquitos lo aleja de este frío bar romano y lo acerca a esa mujer venezolana que inspiró "Oficio puro", al mirarle las caderas y preguntarse en qué piensa.
El Chino sigue escribiendo y tomando, y en el papel plasma aquella bronca de exilio que lo obligará a refugiarse en la Italia de finales de los 70, por capricho de su lápiz. Ese lápiz que escribió poemas, considerados por algún representante de los órganos represivos del momento, "más subversivos que todos los focos guerrilleros que aún existen en el país".
El General de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM) toma el libro en sus manos. Ya tiene referencias de este poeta nacido el 30 de abril de 1935 en el estado Trujillo. Sabe que es sociólogo y amante de la Revolución Cubana. Sabe que este autor, que también estuvo en las filas del Partido Comunista, escribió hace diez años otro libro de poesías. Sabe que pasó por la guerrilla y que en el 57, cuando aún no había cumplido los veinte años, fue encarcelado durante una manifestación contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
Es torpe al pasar hoja por hoja y se indigna por lo que lee. Ninguno de esos poemas fue escrito para gente como él. Ninguna poesía que contenga sueños, herejías y utopías posibles, que vaya de lo político a lo amoroso, y de ahí a la dureza, al humor, la ironía y sea capaz de una ternura infinita, puede ser escrita para gente torpe como él.
Corría el año 1971, época de la posguerrilla venezolana, cuando ya el sistema había absorbido a los últimos rebeldes y con ellos, los sueños de cambio. Comenzaban los años del rimbombante boom petrolero y a pesar de esto, salía a la luz un poemario rebelde e inflexible llamado Amanecí de bala.
El hombre vestido de verde oliva se encuentra con frases como "es una locura decirle adiós a las armas cuando podemos levantarnos más alto", "el poeta saluda a sus camaradas combatientes", "si me dicen haz esto o aquello hago lo que se me da la gana", "al cuatronarices tiburón del imperialismo... désele al susodicho lacayo un pistoletazo", "llamábase democracia al fascismo", "decidimos enguerrillar nuestras posibilidades tomar las armas para defendernos y llevar hasta el fin la justa guerra de liberación", "entonces no tengo mucho que perder señores de la guerra por mi parte pueden ir apretando los botones".
El veredicto no podía esperar: "al autor había que ponerle el guante".
Comenzaba la década del 60 y el glorioso ejemplo proveniente de la isla colmada de "barbudos" prometía un mundo de cambios. El fenómeno político penetraba el terreno literario y reflejaba las circunstancias de una época. Venezuela emergía de un pasado de recurrentes dictaduras y regímenes de fuerza. Levantamientos armados de militares, estudiantes y congresantes contra el gobierno de Rómulo Betancourt atravesaban al país. Pasado ya el glorioso 23 de enero de 1958 y la "revolución de la fantasía", no habría tiempo en esa época para cerrar los ojos. Un juglar había asaltado las calles y su serenata era demasiado amorosa para no resultar incómoda.
1961 fue el año en que se publicó el poemario Canción del soldado justo. Su autor: Víctor Velera Mora, el Chino. Ese poemario, como todos los demás que publicaría, es de corte político y social, con una carga agresiva propia del momento que se vive, un momento en que los jóvenes están cargados de sueños y en el que la esperanza revolucionaria está viva.
Fue imposible para el Chino ser un lírico puro descontextualizado del momento sociopolítico que le tocó vivir. La utopía socialista era posible y se erigía entre bloqueo y huracanes. La juventud venezolana miraba hacia las montañas y el poeta marchaba rumbo a ellas.
Hacer de la poesía un fusil airado, implacable
hasta la hermosura.
No hay otra alternativa,
la caída de un combatiente popular
es más dolorosa que el derrumbamiento
de todas las imágenes.
Cuando el pueblo tome el poder, veremos qué hacer,
mientras tanto sigamos en lo nuestro.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 92 - Septiembre 2010)
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