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Nuestra América

Jorge Prelorán: Un creador sin etiquetas

Hace poco más de un año falleció Jorge Prelorán. Documentalista que, como pocos, retrató la diversidad de sujetos de la Argentina aunque, paradójicamente, el grueso de su obra no sea conocida en este país. En el presente artículo, se invita a revisar algunos filmes del cineasta bajo ciertos prismas. La motivación no es menor habida cuenta de que el próximo 30 de septiembre se estrenará el filme Huellas y memoria de Jorge Prelorán, de Fermín Rivera. Un retrato biográfico sobre alguien enamorado de su trabajo y de la diversidad de aquellos invisibilizados.

Uno.No mirar los documentales de Jorge Prelorán como películas etnográficas o de mero interés antropológico. El mismo Prelorán descreía del cine de dichas etiquetas. Lo suyo, alguna vez declaró, eran etnobiografías, es decir, a través de la narración de la vida de una sola persona, conocer la cultura a la que pertenecía esa persona. Cine de conocimiento del otro, ese otro distinto cultural, social e, incluso, étnicamente. Cine para escuchar a ese otro. Un propósito explicitado por el cineasta fue el alejamiento de ese cine documental que mostraba al otro como un atrasado: "La visión desde afuera muestra que ellos son distintos a nosotros, y como lo que nos muestran de esos otros es lo raro o lo primitivo, en esencia este cine sería básicamente xenofóbico".

Dos.Pensar los retratos de Prelorán como autorretratos de sí mismo. La fórmula de los protagonistas de sus filmes se refleja en él: Cineasta solitario/con recursos mínimos/que trabaja lentamente, por largos períodos/filmando como quien hace un trabajo manual. Por ejemplo, en el documental Héctor di Mauro, titiritero (1980) sobre un actor ambulante y su teatro de títeres, en La Pampa, podemos hallar una analogía con el propio Prelóran no sólo porque en ambos casos, cine y guiñol, se convoque la ilusión a través de una representación sino por la misión que el protagonista del filme dice tener: Enseñar; dar cuenta de otro mundo, de la posibilidad de un cambio. Pero, además, Prelorán y Di Mauro se asemejan por su ética de trabajo; es decir, consideran su labor como un bien social: Hacer cine para devolver algo al país; ponerse del lado de los que tienen menos o nada.... "Yo tenía que poner mis talentos, y mis conocimientos del cine, que estudié en la universidad, a disposición de la gente". A esos que ejecutan su propia vida, esos hombres y mujeres comunes.

Tres.Un ejemplo magnífico es Hermógenes Cayo (1969) que, al igual que varias de las cintas de ese período, comienza con un mapa, en este caso de la puna jujeña. Un propósito pedagógico, cabría suponer de entrada. Quizás no. El escenario es una tierra desolada, "...se diría, desierta de hombres, abandonada de dios", como escuchamos decir a la voz de Prelorán en off. Podemos entender la puna como la hoja en blanco desde donde comenzar a contar la historia de Hermógenes Cayo. La película se hace (o se escribe) a partir del hallazgo: la tierra no está vacía, sino que en ella habita un hombre excepcional. La cámara de Prelorán filma, entonces, al personaje recortado del mundo: Hermógenes Cayo vive aislado, mitad por empeño propio/mitad por condiciones sociogeográficas. Escucha¬mos su voz relatar la pérdida del deseo de asistir al carnaval del pueblo de Cochinoca: "Cuando joven iba rápido al carnaval, ahora no (...) El carnaval es cosa del diablo". Luego, el filme se estructura dialécticamente: ante el silencio y la austeridad de gestos del protagonista, se opone el bullicio caótico y los rostros congestionados de los ebrios en la fiesta del pueblo.

Cuatro.Pero Hermógenes Cayo es también una película sobre el trabajo. La cámara de Prelorán filma el rostro arrugado del artesano y sus manos resecas; los dedos firmes agarrando la gubia para tallar y el rostro del cristo que exhuma desde el cardón. Es en su detención sobre el trabajo manual donde el filme construye a Hermógenes Cayo. Aquí radica una paradoja del filme: mientras más lo vemos tallando (y hablando, en off, sobre su trabajo) el misterio se hace mayor. El documental se torna una imposibilidad. Sí, pese a que tenemos la voz de Hermógenes Cayo algo hay que no es revelado, que permanece en el misterio: el origen de su labor. En otra escena, lo vemos cantar y tocar un armonio. Escuchamos que se ha dado maña en repararlo y, realmente, reconstruirlo. Otra vez el proceso de exhumar, de resucitar. "Pero si todo es construible...", dice.

El hombre es un creador, sí, pero el misterio del origen de su arte no es revelado.

Cinco.Artistas populares en los confines de Argentina. Prelorán filma hasta acceder a ese recóndito donde el hombre y la mujer se vuelven luminosos. En Cochengo Miranda (1975), un retrato de un gaucho del puesto El Boitano (La Pampa), hay un plano clave en dicho sentido. El protagonista ha llegado hasta donde unos compañeros; entre ellos, algunos que cantan y tañen una guitarra. Se trata de un momento excepcional. Al inicio del filme sabemos, gracias al relato del puestero, que él escribe décimas; sin embargo, "(...) las diversiones del lugar son tan pocas (...). La gente está sometida al trabajo" y él mismo se considera "un puestero nomás". No obstante, allí, en esa ronda de semejantes, la cámara se queda en el cuerpo de Cochengo Miranda, sentado, con los ojos brillantes, mientras mira las cuerdas de las guitarras y escucha las voces de sus amigos; y en sus manos, un cigarrillo se va consumiendo solo. En ese plano está la capacidad del cine de extraer la emoción de una persona, inclusive desde aquella endurecida por el trabajo y el sacrificio. Extrae algo de ese hombre que es, incluso, raro para él mismo. Como lo hace el retrato, al decir de Jean Luc Nancy: "Producirlo (al sujeto), conducirlo hacia delante, sacarlo afuera". El filme forja así una paradoja. Es una película sobre alguien que puede parecer común, pero que se descubre excepcional. La décima de Cochengo Miranda, sentenciosa, "(...) tal es la naturaleza, yo no nací para historia", se vuelve inexacta. Por fortuna.


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 92 - Septiembre 2010)

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Autor

Felipe Montalva