De canillita a campeón es la metáfora que mejor define la carrera de Pocho la Pantera. Varias veces disfrutó del éxito y el descontrol, otras tantas mordió la lona y se asomó al abismo. De profesión cuartetero, Pocho es una máquina de contar historias fabulosas, siempre listo para volver a empezar.
Lo saludan todos, a los gritos, a los abrazos. Lo conocen todos y él disfruta de esa extrema popularidad como de una buena comida. Dicen las malas lenguas que se llama Ernesto Gauna, pero nadie se lo cree demasiado. Cordobés por adopción, en diciembre pasado cumplió veinte años de trayectoria como Pocho la Pantera, pero lleva por lo menos tres décadas como cantante. "Siempre fui un innovador, un punta de lanza, un transgresor -comenta de entrada-. Canté tangos, zambas, folclore, hice rocanrol. Ahora voy a hacer un music hall en una bailanta, y elegí San Martín porque como pueblo me dio pan, techo y vino. Esa gente venía a los shows y me decía: ‘Loco, hoy te vinimos a ver y mañana no comemos asado, pero no importa. Todos los domingos juntamos la platita pero esta vez te venimos a ver a vos'. Y eso vale mucho".
Pocho es un tipo de los de antes, un tipo con códigos, agradecido de sus amigos, un tipo que anduvo perdido por los laberintos de la fama, a quien el éxito le pegó una trompada y el fracaso lo tiró a la lona, lo empujó a un abismo que parecía definitivo. Pero siempre, quién sabe por qué capricho del destino, zafó y volvió a renacer, como una suerte de Ave Fénix cuartetero. El Gatica de la bailanta mira para atrás con la alegría de un presente que lo encuentra "equilibrado", como él mismo se define. Medio místico después de un raro acercamiento a Jesús que lo llevó a estudiar teología a Australia pero que no le impide disfrutar de la vida; enemistado con otro peso pesado de la cumbia cuyo nombre prefiere evitar (aunque después se olvida y lo nombra a cada rato), Pocho es un personaje incomparable, popular en el sentido total de la expresión, carismático y un narrador fascinante de su propias andanzas. "Yo tuve una infancia hermosa, realmente no me puedo quejar, aunque mis viejos se separaron cuando era chico -recuerda sobre aquellos primeros y felices años-. Mi viejo era director de escuelas y maestro, y cuando se separó de mi vieja lo asumí, absorbí ese dolor como los boxeadores asumen los golpes de la vida y creo que no han quedado secuelas. Nací en Capital medio por casualidad, me crié un poquito en cada parte de la Argentina porque a mi viejo lo trasladaban, pero pertenezco a Córdoba, yo me siento cordobés. En Córdoba pasé los momentos más felices y los más infelices también: ahí murió mi papá, ahí gané mi primer festival de canción folclórica, ahí tuve mis primeras novias, mis primeras peleas, mis primeros amigos de la infancia".
Con un padre maestro, admirador de Walt Whitman, y una madre bailarina y locutora de radio, la infancia de Pocho estuvo marcada por la música desde el comienzo: "Ya a los cuatro o cinco años mi viejo me hacía cantar en las fiestas del colegio. No tuve tiempo de pensar, aprendí porque mi viejo me enseñó a tocar la guitarra. Por casa andaban Atahualpa Yupanqui, Eduardo Falú, Margarita Palacios, mi vieja fue bailarina del elenco del Chúcaro, fue actriz, mucha comedia, por eso yo llevó muy adentro en el corazón el comediante. A mí me gusta hacer de payaso. Si no tenés corazón de payaso no podés vivir de esto. Pero mi vieja además era locutora de LU14 Radio Nacional, y los artistas que pasaban por la radio se hacían amigos de mis viejos, después iban a casa y hacíamos peñas, las famosas peñas que ya no existen, donde se compartía una empanada, un vaso de vino, donde se charlaba, era parte de la cultura folclórica real". Las visitas de Atahualpa dejaron su sello en el recuerdo de un joven Ernesto, admirador de aquellos personajes famosos del folclore argentino que paraban en su casa para comer asado o tomar unas copas al atardecer: "Yupanqui me dedicó un libro: ‘Para Ernestito', me puso. Yo tengo la guitarra de mi viejo, que es la mejor herencia que me dejó, y me acuerdo que me contó que Falú no sé que le pasó con su guitarra una vez y tuvo que dar un concierto con esa guitarra. Y Atahualpa cada vez que iba a casa era un despelote porque era zurdo, así que estábamos como tres horas cambiándole las cuerdas al revés para que tocara, porque era un tipo que siempre te decía: ‘¿Vos me invitás a mí o a la guitarra?'. Era un tipo jodido Atahualpa, no era tan fácil decirle que trajera la viola, pero cuando venía a casa, después de comer, el tipo estaba lleno de música y no traía la guitarra. La música le salía al tipo de todos lados".
Por entonces Pocho no existía, era Ernestito, un vago más entreverado en la barra de pibes que alternaba las aventuras en los baldíos con los obstáculos que le proponía el colegio. "Yo era un tipo estudioso. Cuando me apretaban, estudiaba. No terminé, en cuarto año dejé todo porque mi viejo me dio la cana cantando en un cabaret. El colegio era nocturno, y yo los viernes le mentía a la directora para que me dejara faltar, le decía que mis padres eran viejitos y que yo tenía que laburar de lavacopas en un bar. Pero un día me dio la cana mi viejo y yo pensé que me mataba a trompadas, grandote como era, medio boxeador. Terminé de cantar, me llamó, me dijo que me sentara en la mesa y me preguntó: ‘¿Qué querés tomar?'. ‘Una Coca Cola', le dije. ‘Dale, dejate de joder', me dice. ‘Bueno está bien. Un whisky entonces'. Ahí me comentó: ‘Te vi cantar, lo hacés muy bien, tenés pasta y no lo vamos a desperdiciar, ¿tenés ganas de estudiar esto o pensás que vas a ser un autodidacta y hacer lo que a vos se te cante?'. Y yo quería ser artista, quería ser cantante, esa era mi meta y no me la sacaba nadie. Entonces me dijo que regalara todos los libros y los útiles al que venía atrás mío que él me bancaba seis meses en una pensión en Buenos Aires, Medrano y Bartolomé Mitre, no me olvido nunca. ‘Te pago seis meses, te paso unos mangos cada tanto y después a rebuscársela, a aprender de la vida', me dijo. Fue después del Cordobazo, yo tenía 19 años", señala...
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