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Ficciones

Caballero de mar y tierra, un cuento de Juan Duizeide

Tenía que hacer tiempo en tierra. Y no iba a caer en esa pésima costumbre que tienen los mercantones, de irse a emborrachar o a revolcarse con alguna fulana por las casas malas del Paseo de Julio, apenas pueden largarse planchada abajo. Un oficial de la Armada, un caballero del mar, nunca debe proceder así. Ejercitar el cuerpo o el intelecto, o colaborar con las fuerzas del orden, uniendo a lo agradable lo útil, son las formas de ocupar honrosamente sus horas de esparcimiento. Como Teniente de Corbeta en uso de licencia, no olvidaba esas máximas. Pero al no presentarse ocasión de ayudar a la policía para atrapar cacos en fuga, disolver huelgas y meetings, o reprimir a maximalistas revoltosos, decidí consagrar mi franco a cultivarme.

Ni en La Prensa ni en La Nación anunciaban conferencia alguna, y tampoco era horario de teatro o de conciertos, por lo tanto meterme en una sala a ver una cinta era el imperativo del momento. Y por cierto, lo que restaba de mis viáticos no permitía mayores efusiones crematísticas. Un chauffeur de taxi me había dejado pato después de haberme arrastrado al garete por toda la ciudad y sus extramuros. Un bergante, un filibustero resultó. Por culpa suya, tuve que andar luego saltando de un tramway a otro, guía en mano, ya que -apartado estoicamente por mis deberes de la vida ciudadana- muchísimo me cuesta orientarme cuando no estoy en Puerto Belgrano o en el Apostadero Naval Dársena Norte.

Incontables veces consulté ese derrotero de tierra firme que es la Peuser, hasta que logré establecer mi posición estimada. Puse entonces rumbo a la calle Libertad. Si me apuraba, llegaría justo para la función vermouth. En los papeles parecía fácil. Pero navegar es otra cosa. Fatigué bordejeada tras bordejeada sin encontrar la arteria de los cines. En una de tantas maniobras, di con una cortada que me fue imposible identificar. Cuál no sería mi satisfacción, al divisar -embutido entre la escasa luz que dejaban las hileras enfrentadas de edificios-, el cartel vertical de una sala: Gran Select. Toda máquina adelante, pues. Quizás aún no estuviera perdida la tarde.

Vi que en la marquesina anunciaban un título, corto y de una sola palabra, pero enrevesado, sin traducir. Al pie, se aclaraban un poco los tantos: Nuevo film del portentoso creador de Dracula. Ésa sí que me había gustado. Recordaba que mi acompañante -la hija menor de un Capitán de Navío a la que había conocido en el Hospital Naval- por la impresión que le dio la sangre se apretó contra mí, sabedora de que estaba con un hombre hecho, que ha navegado de cabo a rabo la ría Bahía Blanca.

El boletero, desde su pecera, me miró con mal talante. ¿Qué le pasaba por el caletre? Yo vestía mi uniforme de invierno con la mayor corrección. ¿Acaso reprobaba los fastos de la Patria? A tanto han llegado las prédicas ácratas y bolcheviques en nuestra cosmopolita ciudad capital.

-¿Está seguro que quiere entrar a la función especial? Además, el filme está empezado -quiso rigorearme ese don nadie como si tratara con un cadete bisoño.

-Deme una -lo maté con la indiferencia, porque ceder a las provocaciones no es demostración de fortaleza, sino falta de templanza.

Mientras manipulaba el talonario sin dejar de ficharme, advertí algo: ese presumible partidario de los Soviet era tan tuerto como los piratas de las novelas que yo leía a escondidas, durante las guardias, en la Escuela Naval. Escrutando con su único ojo, contó una a una las moneditas que le di. Recién después de eso me alcanzó la entrada. Estaba recibiéndola, cuando sentí un insistente tironeo de manga y en consecuencia bajé la vista. Un petiso, qué digo, un legítimo enano, se prendía a mi saco naval como fox terrier en celo. Ipsofacto lo fulminé con el visaje que me ha valido fama recia en cada casino de oficiales que pisé. El mamarracho advirtió mi gorra, vio las tiras sobre mis hombros, y comprendió los kilates que tenía enfrente. Llamado a sosiego, hizo su ofrecimiento:

-¿Lo guío, señor?

-¡El Señor está en el cielo! Yo soy el Teniente de Corbeta Pérez Smith, Horacio Temístocles, dotación del escampavías A.R.A. Biguá, surto en el puerto local por reparaciones de su casco y aparejos.

-¿Lo escolto, Teniente? -insistió el sujeto.

Serio, con una inclinación de cabeza, asentí. Para qué. Si bien paticorto, el acomodador andaba como ballenera con viento por la aleta. Hablando mal y pronto, me llevó a los santos pedos por una escalerita medio oculta y mal alumbrada. Confieso que me molestaba para avanzar el sable naval, que a cada escalón se me enredaba entre las piernas. Sin que yo me percatara cómo, desembocamos al fin en la sala. Una rubia oxigenada de buen aspecto balconeaba desde la pantalla. Había como un cacareo por lo bajo que me hizo colegir un lleno a rabiar. Mi ocasional baqueano terminó ubicándome a un costado, después de algunas idas y vueltas con la linterna entre los dientes. A la luz de ésta, que se ayuntaba con el parpadeo del proyector, aprecié la facha caníbal del tipejo antes de que se retirase bufando. Sería lo que no le di propina. Qué iba a hacer, si no me caían unos centavos ni haciendo salto arriba.

Aún no me había terminado de quitar la gorra, que ya estaba avivándome del clavo: la cinta era hablada en inglés. Y yo no conozco de ese idioma otra cosa que algunos pocos nombres de las piezas del buque. Igualmente decidí quedarme.

La acción transcurría en un circo de esos de hace añares, con carromatos y todo. La musiquita, bastante parecida a la que toca la banda durante las prácticas de infantería y las listas mayores, me caía de lo más agradable. Lo que se veía chocante eran los protagonistas. Había unas hermanas siamesas, una gorda con mitad de la cara bien y la otra barbuda como gaucho alzado, unos cosos con la cabeza formato bochín -encima pelados-, otro enano con más mate que tronco y uno sin brazos ni piernas que se movía tipo víbora de la cruz. Nada placentero de ver. Por suerte, estaba la rubia esa. Más adelante apareció un forzudo, también normal. Y otros enanitos; rubios y bien formados -ella y él-, pero que no se alzaban medio metro de la tierra. Nomás vuelva a bordo -se me incrustó entre ceja y ceja-, me asesoro bien con el Cabo de Mar Güezo a ver qué número le corresponde al enano, y lo corono con unos pesos en la tómbola de Montevideo...

La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº63-Octubre 2007

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Autor

Juan Bautista Duizeide