Durante casi ochenta días, el rostro de Santiago Maldonado se incorporó a nuestra vida cotidiana y militante como parte de un entramado afectivo difícil de explicar. Se hizo mural, estampa, consigna, panfleto y poesía. Su desaparición en el sur argentino, desató un multitudinario abrazo simbólico que fue capaz de sortear la campaña de distorsión mediática, judicial y política más reaccionaria de las últimas décadas. Los ojos de Santiago se hicieron pura presencia a nuestro alrededor, como tema de conversación, como impulso para salir a las calles, como grito de reclamo, como búsqueda de una verdad lejana, oculta entre sombras. Este dossier propone recuperar a Santiago desde su mirada como primer eslabón. La mirada de ese pibe aventurero, solidario, divertido y trashumante. Una historia que no podemos permitir que el poder y sus cómplices empujen al rincón gris del olvido y la mentira. Esos ojos que, a la distancia, nos siguen mirando y esperando.Como si supieran, de algún modo, que el epílogo de esta historia depende de todos nosotros.
1. Los ojos de Santiago miran un cielo sin bordes, la noche sembrada de estrellas. La lluvia pasajera del verano, banda de sonido para una siesta perfecta dentro de la carpa. La risa de los amigos, enredada desde temprano por las telarañas del sueño, esperando el primer mate reparador. La voz firme y breve de los luchadores de este lado y del otro de la cordillera, pisando frío y hambre para salir a reclamar lo que es justo desde hace siglos. Los opacos colores de un tatuaje sin terminar, un dragón que apenas asoma sus alas por encima de un brazo querido. El ruido alborotado de la batería de una banda de barrio, en La Plata, que se parece poco a la música de Los Ramones. Un beso furtivo, sin promesas de por medio, a la vera del camino que espera ansioso. Una mano llena de pulseras que se da para ayudar a vadear el murmullo del río, cada jadeo un paso más cerca. La mochila compañera y embarrada de tantos suelos, que viaja a todos lados y desborda aventura a orillas de la tarde.
Los ojos de Santiago leen un libro marcado con birome, sin tapas, con paisajes de otro tiempo y peleas medievales. El inicio de un sendero apenas dibujado en el piso, primer paso para una larga caminata sin destino cierto. El ladrido de los perros de 25 de Mayo, chumbando a un ciclomotor que agujerea la calma siestera. El abrazo largo de los suyos, que palpita del lado izquierdo de la memoria, siempre siguiendo su huella fresca en el barro patagónico. Una ruta solitaria, el idioma del viento, el rumor de un camión, los compañeros de pie y dispuestos a pelear contra todo, listos para defender un destino ancestral. La mueca de desprecio de los capataces de la Benetton, marcando a pura prepotencia la frontera verde de su imperio. Los rieles de un tren viejo, desaparecido en la bruma. El ahogado galope de un corazón whipala cuando hay que rajar, porque los chacales de uniforme verde se preparan para la cacería.
Los ojos de Santiago, acaso, dibujan una sombra de esperanza, ese cambio de raíz y desde abajo, esa pelea compartida con tantos compañeros, esos sueños libertarios que desordenan la madrugada, ese océano de libertad y de pibes comiendo todos los días, de laburantes organizados en las calles, de tantos rostros amigos cubiertos por el hollín de la lucha. El aliento dibujado en la humedad de la montaña, lejos del ruido gris y urbano, pedaleando contra el viento y más cerca de la verdad. La mirada extrañada de los otros, de esos que nunca viajan, que nunca arriesgan nada, que no duermen a la intemperie ni secan las medias mojadas al sol, esos que nunca se ríen a carcajadas ni sienten el ruido de las tripas cuando llama el hambre, ni trepan aquel alerce en diez segundos, ni se arriman despacito a la ceniza nocturna que resiste, ni saborean una cerveza como el néctar de los dioses, ni comparten una frazada cuando cae la helada, ni se caen de culo cuando patinan con la hojarasca, ni miran la cima de una lomada, agotados, ni se corren las rastas para ver mejor, ni saben que falta muy poco para llegar.
Los ojos de Santiago pueden narrar una historia al calor de un fogón, compartiendo entre todos lo poco que haya para comer, saludando a la luna como lobos solitarios. Pero no cualquier historia: una brava, una de anarcos irredentos, una de esos artesanos ácratas que le ponían el cuerpo y el fuego a sus ideas. Porque esas historias encienden los ojos de Santiago, o esas otras, las leyendas mapuches. Una en particular se dibuja en sus ojos: esa, la del pájaro Cho-chón, ¿cuántas veces escuchó ese mito? ¿Cuántas veces escuchó de aquel pájaro nocturno, que en otro tiempo fue un brujo condenado a vagar por las noches en su prisión de pájaro, a perseguir caminantes y a sellar su suerte con su trinar espectral? Los ojos de Santiago son capaces de dibujar con precisión los contornos de aquella leyenda que tanto lo divierte, como si pudiera tatuar a aquel bicho temible entre las ramas verdes de su brazo.
Los ojos de Santiago se cierran de madrugada, cuando el cansancio gana la batalla. Entonces arrancan sus sueños en blanco y negro. Los rostros queridos, el chasquido del fogón que no duerme, el ladrido de un perro sin consuelo. La noche es ese laberinto de luces que los ojos de Santiago conocen bien. Duermen, sus ojos, después de tanto paisaje...
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Editorial de la Sudestada Nº 150
FUE EL ESTADO
En mitad de esta absurda tormenta de operaciones y manipulación mediática que no cesa, vale repetir certezas que ya son parte de esta historia: una, si las fuerzas de Gendarmería no hubiesen reprimido la manifestación de mapuches sobre la ruta 40, Santiago Maldonado estaría vivo. Dos, si cebados por una orden política que estimuló su ofensiva criminal, no hubiesen decidido profundizar la cacería y perseguir a los manifestantes hasta más allá de los límites del Pu Lof de Cushamen, Santiago Maldonado estaría vivo. Tres, si esa orden política no hubiese llegado expresamente desde los altos mandos del gobierno nacional, presionados por los representantes de Benetton en la zona, incómodos por el reclamo mapuche, Santiago Maldonado estaría vivo. Por eso decimos y no nos vamos a cansar de repetirlo: lo mató el Estado. Sobre esta afirmación no hay debate ni controversia posible. El Estado es responsable, porque Gendamería no es otra cosa que un brazo ejecutor de la violencia estatal. Este gobierno es responsable del accionar de sus fuerzas represivas por haber ordenado la cacería, pero también por haber sido representante y gestor del poder financiero sin tapujos ni caretas. Lo que todavía no conocemos en profundidad es hasta dónde llega la cadena de encubrimiento que, desde el aparato de gestión, se desató a partir de la desaparición de Santiago. Lo que no sabemos es hasta qué nivel de influencia se manejó este tema en Casa de Gobierno.
Lo otro que no hemos podido resolver todavía es este dolor que nos atraviesa. Es la tristeza por la vida de un pibe rebelde, aventurero, viajero y pleno de proyectos. Es la desolación por ese sector de la población que, aún después de ratificada la identidad de Santiago, sigue con su existencia con total normalidad. Esos, los que se burlan del caso, los que opinan con liviandad por las redes sociales, los que hacen gala de una ignorancia propia de una fracción reaccionaria, racista, profundamente individualista e indiferente ante cualquier gesto solidario. Cuesta mirar algunos rostros en las calles. Nos cuesta, incluso, sacar fuerzas para aclarar las distorsiones, para desnudar las operetas de la prensa, para defender el entrañable esfuerzo de la familia Maldonado, para sentir la herida abierta de la ausencia de Santiago como la de un compañero, un amigo, un hermano. Cuesta estar a la altura de este momento histórico y observar a esa caterva de ratas especulando con sus opciones electorales, analizando con cuidado el impacto de este asesinato, incluso aquellos que desde la patética mezquindad de sus cálculos, llamaron a desmovilizar, a no canalizar la tristeza en las calles, a esperar la contienda del sufragio como si las respuestas o el consuelo o lo que sea, pudiese llegar por sumar o restar un senador o un diputado. Por todo eso, nos sigue doliendo Santiago. Por todo eso, no hay discurso de barricada ni arenga optimista que nos permita quitarnos de encima este dolor.
Lo que sabemos, en todo caso, es que la única manera de ir zafando de este presente es sumar a Santiago a todas nuestras luchas, es rescatar su raíz solidaria para comprender que debemos estar allí donde se produce una injusticia, es defender a los que están de este lado de la vida, los que trabajan y se la juegan en serio, los que construyen y no se resignan. Los que, como Santiago, nos ayudan a seguir peleando.
MISERABLES
No. No nos vamos a olvidar. De ustedes tampoco, manga de operadores de la perversión y del billete manchado de sangre. Banda de delincuentes con micrófono rentado, mercenarios de la más canalla distorsión, cómplices hasta los huesos de una operación de manipulación como pocas veces se ha visto en los últimos años. No nos vamos a olvidar de ustedes: de los Leuco, los Lanata y su séquito de chetos infames, los Willy Kohan, los Feinmann, los Blanck, los Fantino, los Clarín y La Nación, los idiotas útiles del panel de ese engendro llamado Intratables, los enviados especiales a Esquel para reproducir el pescado podrido que les bajan desde la gerencia. No los vamos a olvidar. Ustedes son una lacra sin ideología; apenas los sustenta el odio, el más reaccionario odio de clase, racista, inhumano. Ustedes, que no conocen ni la idea siquiera del gesto solidario, que no pueden ni atarle las zapatillas a la sombra de Santiago. Ustedes están anotados en la lista del basurero de la historia. Ni se atrevan a hablar de periodismo. Ni se atrevan a escupirnos en la cara, otra vez.En mitad de esta absurda tormenta de operaciones y manipulación mediática que no cesa, vale repetir certezas que ya son ...
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