¿Qué otro cronista puede ser capaz de infiltrarse en la necropsia de un ídolo popular, simular ser perito de parte, fotografiar el cuerpo y escribir la crónica que sigue a continuación? La respuesta es Ricardo Ragendorfer, mejor conocido como Patán. Su próximo libro, "Crónicas de la vida turbia, Antología del crimen" (Ediciones Desde la Gente), promete transformarse en todo un suceso periodístico: se trata de la bitácora de viaje de un especialista en el oficio de caminar sobre los márgenes y de un gran contador de anécdotas que vale la pena detenerse a leer.
El comienzo de aquel trámite judicial fue fijado para las 8 de la mañana del viernes 22 de septiembre. Por esa razón, la vigilancia en el acceso principal del cementerio privado La Pradera, ubicado en Esteban Echeverría, había sido reforzada; tres custodios uniformados y con cara de pocos amigos estaban apostados en ambos extremos de la barrera que cruzaba el portal, mientras otros dos escrutaban el panorama desde una caseta. Y, al parecer, tenían orden de ser parcos. Uno de ellos simplemente gruñó una negativa cuando se le preguntó si ya habían llegado los forenses. Y su compañero aclaró, también con un gruñido, que los periodistas tenían absolutamente vedado el ingreso. Entonces el fotógrafo, que yacía tumbado sobre el asiento trasero del auto, bostezó y volvió a reclinar la cabeza para seguir dormitando. Yo consulté mi reloj; ya eran las 8:15 y el asunto aún no tenía visos de empezar.
Una revista de actualidad nos había enviado allí para cubrir un evento poco gratificante: la necropsia de los restos del cantante Rodrigo para extraer muestras de ADN, en el marco del juicio de filiación por su presunto hijo. En realidad sólo teníamos que apuntar la identidad de los verdaderos invitados a ese macabro festín, sacarles fotos al entrar, otras al salir, arrancarles un breve textual y, finalmente, volver a la redacción. No pude imaginar entonces que en esa mañana el destino se torcería irremediablemente.
II
Tras consultar el reloj por enésima vez, se hicieron las 9. Y las novedades no habían sido demasiadas. Sólo había ingresado al cementerio un remís que llevaba a una pareja de ancianos, que obviamente nada tenía que ver con la necropsia. Pero, después, otro auto se detuvo delante de la barrera y su único ocupante, un hombre gordo y entrado en años, extendió una credencial y deslizó unas palabras a los guardias, quienes diligentemente levantaron la barrera.
Yo observaba la escena desde nuestro auto, que permanecía estacionado en una calle de tierra. También había un móvil de Crónica y un puesto de flores, atendido por una mujer que acomodaba su mercadería sin siquiera mirarnos. Y transcurrieron otros diez minutos sin que pasara absolutamente nada. Hasta que la barrera volvió a levantarse, esta vez para franquear el paso de un viejo Falcon con la pintura cascada y conducido por un tipo extremadamente flaco, de bigote espeso y rasgos macilentos; junto a él iba un sujeto más joven, de expresión reconcentrada y piel cetrina. Ambos exhibieron a los vigiladores unas hojas que, a la distancia, tenían aspecto de oficio judicial. En ese instante el fotógrafo y yo abrimos las puertas al unísono y saltamos de la cabina para correr hacia el portal del cementerio. Pero fue una iniciativa infructuosa; al llegar, el Falcon ya se había escabullido de nuestro alcance. El fotógrafo, sin embargo, le disparó unas fotos. Lo miré, pensando que se trataba de otra iniciativa infructuosa. Y comencé a caminar hacia el mullido microclima de la cabina del auto. Pero me detuve al oír una bocina a mis espaldas.
Provenía de una cuatro por cuatro blanca que aminoró la velocidad al pasar junto a mí. Y de inmediato reconocí la inconfundible silueta del hombre que iba al volante; era nada menos que un viejo conocido mío: el Gordo Pierri, que es abogado de la familia del cuartetero muerto. El tipo me guiñaba un ojo y remató ese mensaje con un leve cabeceo. No lo pensé dos veces y trepé a la camioneta como un pistolero a un blindado.
El Gordo Pierri entonces me miró de soslayo y frenó unos metros más adelante, a la altura del piquete de seguridad; los guardias lo reconocieron de inmediato y lo saludaron con un solemne "Buen día, doctor". Pero uno de ellos preguntó por mí. Y Pierri, respondió:
–El señor es uno de mis peritos...
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