La cantidad de personas que pasan la noche en las calles de la Ciudad de Buenos Aires se multiplicó en los últimos años. En Balvanera, el frío pega fuerte para los que se quedan sin nada. Crónica de un presente a la vista de todos, que espera aún una solución real.
La avenida Pueyrredón nace con cucarachas en los pies. En la esquina con Rivadavia, en el barrio de Balvanera, Andrés descansa en la Recova sobre cartones con la palabra "frágil", mientras una cucaracha roza sus pies descalzos. No se inmuta. Parece ni importarle. Coloca sus manos detrás de la cabeza, estira las piernas y ve brillar la Plaza Miserere hasta quedarse dormido. Como todas las noches, desde hace siete años.
Cien metros de largo. Veintiocho columnas. Un mismo techo. La Recova se construyó en las épocas coloniales de 1873. Ahí funcionó primero el mercado de Los Corrales de Miserere y luego el Mercado Once de Septiembre, donde transitaban carretas cargadas con fruta para vender. A partir de 1882, comenzó a abrirse al público luego de que el Club Industrial inaugurara una exposición a la que asistieron países como Inglaterra, Alemania y Francia. Ese mismo año, el intendente Torcuato de Alvear decide la construcción de una plaza, justo en frente: la "Miserere".
Hoy, en 2017, la Recova funciona durante el día como un paseo comercial con diecisiete locales, uno al lado de otro. Desde afuera, se leen las ofertas: 3x2 en zapatos de cuero, 2x1 en lencería erótica, 4x3 en cuadernos de tapa dura. Incluso, asesoramiento jurídico en caso de accidente de tráfico. Sus clientes, la mayoría del interior del país, compran la mercadería para luego venderla en las provincias.Caminan, miran, regatean precios. El paso es lento. Cien metros repletos de gente con bolsos que no cierran y mochilas infladas. Pero después se vuelve una pasarela desolada. Los locales cierran. Las luces se apagan. Primero llega uno, luego otro. Son seis, nueve, doce. Se acomodan en el piso, con una o dos bolsas de consorcio, y pasan las noches. Como si fueran fieles huéspedes.
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A las ocho de la noche, el último local de la Recova baja su persiana eléctrica con un ruido estrepitoso. No hay clientes, ni vendedores. Andrés, de 32 años, está acostado sobre una lámina de cartón, con las piernas cruzadas, los pies descalzos y la mirada fija en la Plaza Miserere. Es flaco, casi escuálido, y tiene un bolso de mano donde guarda sus únicas pertenencias. "Hace siete años que vengo a dormir acá. El techo te cubre de la lluvia y ves toda la plaza", dice, mientras una cucaracha se acerca a sus pies. "Hay varias ranchadas que paran siempre". La cucaracha sube al cartón. "Acá somos cinco y por allá hay unos viejos". Andrés sigue hablando y con un movimiento leve de tobillo zafa de las patitas marrones que acarician sus pies. Más adelante, entre las columnas, una anciana aparece. Camina pausada y con pasos marcados hacia la persiana de un local, cargando en su espalda una bolsa de consorcio negra y abultada. La Recova recibe su próxima huésped.
Berta, de 70 años, con una campera gruesa y negra que le llega hasta los tobillos, se sienta sobre la bolsa de consorcio como si fuera un sillón. Dice, con una sonrisa, que la brujería existe, mientras peina su pelo gris y ondulado con los dedos. Le robaron todas sus pertenencias del cuarto del hotel donde estaba durmiendo, se quedó sin plata y hace tres meses que duerme acá, siempre junto al enrejado del mismo local de zapatillas deportivas. Su hermana, único familiar que le queda, vive en una casa en Villa Ballester, pero no puede recibirla. Durante el día "patea el barrio". No dice más. Pero insiste: toda la culpa es de la brujería y de una amiga suya que le hizo una maldición. "Fue ella. Todos lo saben. La van a matar y va ir al infierno". Ahora se para. Empieza a limpiar la vereda. Usa un pedazo de cartón como escoba, se agacha y barre. Papeles, latas, botellas de plástico, más cartón. Berta junta toda la basura que la rodea y la deposita con sumo cuidado en uno de los tres contenedores que asoman sobre la avenida. Repite la secuencia varias veces. No deja ni un sólo papel a la vista. Cuando se agacha, arrastra su campera por el piso. Con una mano, sostiene firme el cierre a la altura del cuello. No la despega de ahí. En un intento por levantar páginas sueltas de un diario, la holgada campera se abre. Debajo, Berta, está desnuda...
Fotos de Diego Spiteri
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada... ¿Por qué publicamos apenas un fragmento de cada artículo? Porque la subsistencia de Sudestada depende en un 100 por ciento de la venta y de la confianza con sus lectores, no recibimos subsidios ni pauta alguna, de modo que la venta directa garantiza que nuestra publicación siga en las calles. Gracias por comprender)
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