Cada 28 de octubre, una multitud de niños y niñas camina hasta la orilla del malecón habanero y arroja una flor al mar para que se la lleve la corriente. Es el homenaje que el pueblo cubano le regala a Camilo Cienfuegos, el comandante legendario, el señor de la vanguardia, el barbudo de sombrero de ala ancha que supo ganarse el corazón de guajiros y trabajadores y que se convirtió, después de un accidente de aviación y de su desaparición en el océano, en símbolo de una virtud bien cubana: la alegría del combate. ¿Quién era ese joven que se ganó en el frente de batalla su lugar como ladero de Fidel Castro? ¿Cuándo comenzó a erigirse su propio mito y por qué fue el último expedicionario en sumarse al Granma? ¿Qué coincidencias con el Che lo llevaron a transformarse en su amigo entrañable? ¿Por qué su recuerdo perdura en la Isla hasta el día de hoy? En esta crónica, buscamos la raíz de la leyenda, de una epopeya que protagonizó toda una generación y que supieron irradiar a todo el continente.
–Que no, Reinaldo. No hay modo. Ya te dije, chico. La planificación está cerrada. Además, no queda lugar, somos demasiados ya –explica Fidel, procurando no perder la paciencia ante la obstinación de Reinaldo Benítez, uno de los expedicionarios anotados para la aventura que dará inicio en pocos días.
–Pero es que… Fidel. Este muchacho es de confianza. Lo conozco desde hace mucho tiempo, de Lawton ya. Es un revolucionario, más allá de que no provenga de las filas del 26 de Julio, yo creo que…
–Reinaldo, mira. Déjame decirte una cosa. Ya me han quedado claras tus razones y las de tu amigo. Lo voy a pensar, ¿está bien? Si llega a surgir una baja en este corto tiempo, analizamos sumar a tu compañero a la expedición. Es todo lo que puedo prometerte ahora –consiente Fidel, dispuesto a ceder a cambio de una pausa en la insistencia de Reinaldo.
Satisfecho por ese guiño a medias del líder rebelde, Reinaldo vuelve presuroso a su casa, donde lo espera el candidato por quien peleó un lugar en la expedición, pronta a partir en menos de diez días desde un puerto mexicano, rumbo a Cuba.
–¿Pero qué dijo Fidel, coño? ¿Estoy adentro? ¿Me aceptaron? –bombardea con preguntas el interesado en sumarse a ese grupo de rebeldes que, desde hace meses, intensifica la preparación y el entrenamiento mientras planifica en secreto el regreso a la tierra prometida.
–Pues que hay que esperar, eso es todo –responde seco Reinaldo, como para no alentar las esperanzas de aquel joven de amplia sonrisa, estampa desgarbada y fino bigote, a quien conocía desde sus años de juventud. Entonces, habían compartido ocasionales almuerzos en las pausas de trabajo: el de Reinaldo, empleado en el comercio El Encanto; el de su amigo, sastre en la tienda El Arte. Desde aquellas charlas informales los dos compartían opiniones sobre el complejo momento político y, particularmente, coincidían en subrayar el desprecio popular por las arbitrariedades de la dictadura de Fulgencio Batista, dueño y señor de Cuba desde el golpe de Estado que encabezó en 1952. Después, el tiempo fue separando sus caminos. Reinaldo se integró de lleno a un movimiento rebelde ligado a la juventud del Partido Ortodoxo, conducido por un joven abogado de poderosa oratoria y firmes convicciones llamado Fidel Castro, que el 26 de julio de 1953 asaltó el cuartel militar de Moncada, en Santiago de Cuba. Pero tan temeraria acción no terminó bien para el centenar de rebeldes que participó del intento: una serie de contingencias impidió que coparan la segunda fortaleza militar del país, y fueron rápidamente capturados por las fuerzas de seguridad, Reinaldo Benítez entre ellos. Seis rebeldes murieron durante el breve combate, pero otro medio centenar fue fusilado por los esbirros de Batista, dispuestos a cobrarse la afrenta de aquellos irreverentes, que aún detenidos y torturados en las cárceles de la dictadura, mencionaban al apóstol José Martí como el verdadero ideólogo de su aventura.
Los años en las mazmorras del Presidio Modelo, en Isla de Pinos, no hicieron más que potenciar los sueños de aquellos hombres. Finalmente, el 15 de mayo de 1955 y después de una fuerte presión popular por obtener su amnistía, los moncadistas recuperaron su libertad y prepararon su salida del país, rumbo a México. No sin antes escuchar a Fidel prometer ante la prensa incrédula: "En 1956, seremos libres o seremos mártires".
Desde que los sobrevivientes del Moncada pusieron un pie en el Distrito Federal, comenzaron los preparativos para cumplir con su audaz promesa: volver a Cuba y derrotar la tiranía de Batista. Con ese objetivo, en noviembre de 1956, todo está previsto para iniciar el operativo de regreso: el plan contempla viajar en barco desde Tuxpan hacia el oriente cubano, pero lo cierto es que las dimensiones del yate adquirido por los rebeldes no ofrece un espacio generoso para tantos voluntarios.
De allí la decisión de Fidel de no aceptar al ignoto expedicionario propuesto por Reinaldo: en el yate Granma, no hay más lugar. Aunque Reinaldo jure hasta por su madre que su amigo es flaco y no ocupará mucho espacio. Aunque insista que se trata de un joven de valentía probada y firmes convicciones revolucionarias, aunque subraye su pasado como manifestante callejero y señale la cicatriz de un balazo en una pierna como prueba irrefutable de su coraje, lo cierto es que Fidel espera hasta último momento antes de comunicarle la decisión de sumar a su amigo, luego de la deserción de un par de expedicionarios.
A punto de salir corriendo a la calle para comentar la buena nueva, Fidel frena el entusiasmo de Benítez con una observación y una pregunta.
–Espérate, Reinaldo. Oye, ya tú sabes: eres responsable por tu amigo. Dile que lo esperan en el campamento de Ciudad Victoria… Por cierto, ¿cómo dices que se llama?
–Su nombre es Camilo Cienfuegos...
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