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Papeles amarillos

Un tal señor López...

Desde los suburbios del pasado, un oscuro personaje creció hasta convertirse en un siniestro funcionario público. La memoria, el azar y la curiosidad en una historia que permite delinear los rasgos de un sujeto inefable. Una historia tan particular que ya le pidieron al autor de esta nota trabajar en un guión para cine.

Desde un centro cultural me invitaron varias veces a presentar mis textos. La última vez, Carlos, a quien conocía de encuentros anteriores, vino a buscarme a casa. Durante el trayecto hablamos de bueyes perdidos. No recuerdo como salió el tema del barrio, él de Saavedra y yo del borde de Belgrano casi Núñez. Le recordé el Nocturno de Aníbal Troilo. A su vez, mientras manejaba, Carlos me habló del Polaco Goyeneche y que no hacía mucho habían demolido el bar La Sirena, que frecuentó hasta su muerte. De alma tanguera, evocando letras, se retrotrajo a su infancia, a esa suerte de primera Patria, y allí, frente a un semáforo rojo de la avenida Libertador sacó de la galera a un tal José López. Un recuerdo muy vívido para su familia. Casi una hora después, estacionamos frente al Centro Cultural. En la vereda, varios de los asistentes nos miraban extrañados: en lugar de bajar, seguíamos sentados en el auto. Yo estaba fascinado. Semanas después nos encontramos para repasar una historia ignorada del pasado reciente. Me pidió un detalle: solicitó que no constaran los datos de él ni de su padre.

En 1935, escapando del fascismo, Marcelino desembarcó en el puerto de Buenos Aires. Aunque a decir verdad, en la decisión de emigrar de Italia también pesó un problema de polleras. Al poco tiempo comenzó a trabajar en la empresa Schulman, instalada en Leandro Alem al 300. La firma importaba filtros de cobre para bodegas; sin embargo, dado que su pericia logró copiarlas a la perfección, comenzaron a fabricarlas. Obvio, seguían vendiéndolas con el rotulo "importadas de Alemania". Schulman estaba en sociedad con el gallego Manuel Carballo. Corría el año 1937, y ambos giraban dinero a sus respectivos países: el alemán apoyando a Hitler, y el español a los republicanos. Militar en bandos contrarios no obstaculizaba los negocios. Finalmente, Carballo terminó comprando la firma y Marcelino siguió fabricando aquí los filtros "importados". La empresa marchaba de maravillas, incluso durante la Ley Seca contrabandearon a Estados Unidos alambiques para destilar alcohol. Por la tardecita, cuando cerraban, solía aparecer el tal José López (muy amigo de Manuel) y junto a Marcelino, los tres enfilaban al Luna Park para ver las peleas de catch. Eran fanáticos del Hombre Montaña. Solían cenar en el restorán Sorrento, sobre la calle Bouchard, frente al estadio, donde hacían unas pastas deliciosas. Más de una noche remontaban la calle 25 de Mayo para perderse en los piringundines, que hoy se transformaron en cervecerías after office.

Una mañana, Carballo le comenta a Marcelino que López tiene un hijo de unos veinte años, muy vago, que se lo había encomendado "para ver si era posible enderezarlo". Incluso lo previene, confesando que más de una vez, le había robado manojos de billetes de un peso que guardaba en una lata arriba del armario del dormitorio. Al igual que su padre, se llamaba José López. Tanto Marcelino como el nuevo aprendiz viven en Saavedra y toman juntos el tranvía en Cabildo y Republiquetas para ir al taller. El Tano dobla en edad al pibe y comienza a tomarle cariño. La madre de José había fallecido y sólo tenía a su padre...


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)

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Autor

Marcelo Valko