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Malditas

Tina Modotti. El ojo de la libertad

Cuando Julio Antonio Mella fue asesinado de un tiro en la esquina de una calle mexicana, a Tina Modotti un abismo se le abrió bajo los pies. Su corazón quedaba ahí mismo, caído junto a su amor, y un manto de sospechas y persecuciones empezaría a tejerse en torno a ella.

¿Dónde irían a parar las caricias de su tacto, ahora huérfano? Dicen que la muerte de un ser querido es como si el piso se retirara y el duelo fuera esa falta de lugar donde asentarse. Sin embargo, no debe haber desaparición física más desgarradora que la del amante: esos cuerpos que se construían cada vez en el contacto cotidiano, en el fervor revolucionario y en la entrega a los demás, ahora separados para siempre. Tina emprendía entonces una segunda vida, desbordada por la atención a los otros, en la estructura rígida del PC, desdibujados sus límites internos, triste su alma. Pero empecemos por la anterior, por aquella primera vida en la que Tina -Assunta Adelaida Luigia Modotti, en realidad- nació el 17 de agosto (según constató su última biógrafa Sarah M. Lowe porque en las anteriores figuraba el 16) de 1896 en Udine, Italia. Tercera hija de una familia pobre, dejó la escuela a los 12 años para trabajar en una fábrica textil. Su padre había partido a los Estados Unidos con su hermana mayor en busca de un sueño americano al que pronto se sumaría el resto y Tina pasó a ser el sostén de una familia que vivía de la caridad y a la que se sumaba un nuevo crío. Pasarían trece años hasta que parte de la familia volviera a encontrarse. Era 1913 cuando a Tina le sellaban el pasaporte de ingreso a San Francisco, y un horizonte nuevo se abría ante sus ojos. Mientras trabajaba en una fábrica de camisas de hombres y luego en una de sombreros, además de en sastrerías como costurera, incursionaba en la actuación como parte de algunas compañías. Incluso probó en Hollywood el mundillo frívolo del cine (y un ingreso económico mayor), donde hacía de latina: más que por su actuación, la elegían por sus rasgos, sus curvas y sus colores. Fue apenas un asomo en un mundo que no eligió como suyo. Entonces, empezaron a llegar los amores. Se casó muy joven con el artista californiano Roboiux L'Abrie Richey, Robo, con quien en su taller de Pasadema fabricaron batiks y muñecas. También la bohemia se abría para ella: recibían en su casa a sus amigos, con los que discutían las nuevas tendencias en arte, literatura y filosofía. Con Robo, un melancólico de salud muy endeble, los unió un amor fraterno. Aunque de quien siempre se sintió muy cercana Tina es de un amigo de su marido, Edward Weston, parte de ese grupo de aristas bohemios que merodeaba su casa y quien luego sería su mentor en la fotografía. Curiosas las biografías sobre mujeres, que van mostrando rasgos, evoluciones, proyectos, acercamientos según el hombre que las compaña. Es cierto que cada amor, cada amante, moldeó en Tina una huella indeleble. Es cierto que con cada uno fue descubriendo un mundo de posibilidades, pero por qué no pensar en una Tina inquieta que evoluciona, y se va acercando a hombres que se parezcan mucho más a ella en esa etapa... la Tina artística, la Tina fotógrafa, la Tina política... Tina siempre con su mirada en los otros, su sacrificio a prueba de horas y resistencias, con un ojo que, cámara en mano o sin ella, nunca dejó de darle esa mirada tan profundamente humana. Siempre la misma Tina, eligiendo ella, su compañero para crecer juntos...

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)

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Autor

Nadia Fink