Punta del Diablo, en Uruguay, supo ser la meca de la pesca artesanal del tiburón, hasta que la actividad entró en crisis y arribó el turismo masivo. Hoy, los pioneros se debaten entre un pasado de sacrificio y privaciones, y una modernidad que, aseguran, espantó hasta al propio diablo del antiguo pueblo costero.
Ni corriente, gas, ni caminos. El este uruguayo era territorio de dunas, un mar bravío y azulado, cuasi virgen, habitado solamente por tiburones. Los numerosos naufragios frente a sus costas comenzaron a identificar al lugar como la "Punta del Diablo", mucho antes de que llegaran los primeros pobladores. Quizás por eso sus accidentes cercanos, como la Laguna de los Difuntos o la Playa de la Viuda, parecen hacerse cómplices en esa historia sombría. Lo concreto es que un buen día un tal Laureano Rocha llegó al mar con su familia por indicación del médico, que sugería el aire costero para curar el asma de Lirio, uno de sus diez hijos. Así, las costas del este uruguayo recibieron para siempre el nombre de "Departamento de Rocha".
El escritor argentino Haroldo Conti, en sus frecuentes búsquedas literarias, llegó a la Punta del Diablo en la década del setenta y entabló amistad con ese niño que ya no era niño, y que casi había curado su asma para cuando Conti escribió el cuento "Los Caminos": "A seiscientos kilómetros de aquí, mi amigo Lirio Rocha se sienta en la puerta de su rancho, porque sus días son igualmente redondos, sólo que en otro sentido, y si el mar lo permite son también precisos, a su manera, se sienta, como digo, en la puerta de su rancho, en la Punta del Diablo, al norte de Cabo Polonio, entre el faro de Polonio y el de Chuy, y mira el mar después de cabalgar un día sobre el lomo de su chalana, porque es el tiempo de la zafra del tiburón, ese oscuro pez del invierno hecho a su imagen y semejanza".
Tiburones, diablos, zafra. Ese lenguaje parece algo longevo para los tiempos actuales del pueblo de pescadores que, como tantos otros, se debate entre la pérdida de su identidad y la supervivencia que lo entrega en bandeja al turismo masivo.
Y en la caminata por sus calles de arena, buscando muecas de ese pasado, sin mucho esfuerzo me encuentro con un ex pescador, de apellido Rocha, que no es Laureano ni Lirio, sino Juan, porque casi todos son familiares de todos por allí: "Yo nací acá y me fui a los 18 años, ahora tengo 50. Trabajé durante diez años en la zafra, y otro tanto en los galpones de fileteo. El que pesca no filetea. Te pagan por kilo, pero por la crisis me fui a la construcción. La pesca directamente está muerta". Los Rocha se multiplicaron como peces en las playas del departamento que lleva su nombre, pero poco a poco están migrando, para no decir desapareciendo, como le ocurrió al tiburón, el escualo que fuera la razón de ser de este pueblo pesquero. Dicen que cuando el tiburón desapareció, algunos vieron al Diablo mismo con un monito al hombro, huyendo de la punta, nostálgico de la ausencia de ese "oscuro pez", quizás único habitante a su medida, en tamaña soledad.
Pescadores de estirpe
El mar hace y deshace olas a su antojo frente a la llamada "playa de los pescadores", donde estacionan las lanchas que aún salen de pesca cada mañana. Frente a ellas, bajo unos galpones de chapa, unos carteles dicen "pescado fresco", y uno de los vendedores arroja hacia los techos un trozo de pescado, que después me contará, es el famoso "falso bacalao" que desde hace dé-cadas preparan los pescadores en Punta del Diablo.
Cuando me presento, "Ricardo Acosta, mucho gusto", responde este joven pescador de 36 años, que pertenece a una familia que no supo ni sabe hacer otra cosa que pescar. Su padre, Dosmar Acosta, ya fallecido, fue uno de los pioneros que llegaron al Diablo allá por la década del cuarenta. Dosmar fabricaba las lanchas de madera para la pesca, muchas de las cuales todavía siguen siendo utilizadas por los sobrevivientes del oficio.
"Yo pesco desde los 16, pero siempre mi familia vivió del pescado -sostiene, y señala en la costa, sujetada por un fanfarrín, a Sol y viento, su lancha-. Tuve una más grande pero la vendí en Piriápolis, porque era para más gente, y no tenía sentido. Ahora no salgo más, la trabajan dos muchachos y vamos a comisión. Yo corro con todos los gastos y saco el 40 por ciento de lo que se pesca y ellos se llevan el 20 cada uno. Si pescamos ganamos todos y si no, también perdemos todos".
(La nota completa en Sudestada N° 131 - agosto de 2014)
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