El Riachuelo, ese río de los venenos, asoma apenas se abre la puerta de una casilla. A un costado, las sobras de la burbuja inmobiliaria. Los pibes que juegan con plomo y mercurio en la sangre. El paco que amenaza con devorarse a los jóvenes. La red cloacal que atraviesa las veredas. Los vecinos que parecen condenados a esperar. La ciudad que los mira, indiferente. Un fallo judicial que obliga a su relocalización sigue sin cumplirse desde hace seis años. Esquirlas de un capitalismo que expulsa a millones a los márgenes. La vida en el meandro de Brian, una crónica que persigue el rastro de un Estado desaparecido.
La villa parece moverse e hincharse todo el tiempo. Se infla y se bambolea contra los bordes de Luna e Iguazú. Y aparenta rebasar, salirse de madre, reventar por las vías del Roca o quitarle cauce gangrenado al Riachuelo. Es mediodía de sábado y el sol cae como una reja en los pasillos sombríos y en las calles de tierra donde se vende rimel y carne picada, cerveza y ropa Kosiuko. La 21, la 24 y Tierra Amarilla se apilan en esos márgenes, donde los caseríos se levantan de la noche al día cuando viene de plata fácil o cuesta la espalda y los riñones poner bloque sobre bloque, para esbozar una casita apenas, con techo que ataje el agua y resista el aire del sur.
Las 1.334 familias que conviven con las cloacas en la puerta, los residuos industriales en la piel y los pulmones, las ratas y la basura como único sostén en los pies, ya deberían estar relocalizadas desde enero de 2013. Es decir, viviendo en una casa digna y lejos del sufrimiento ambiental, como lo llamó Javier Auyero. Poco más de un centenar fueron taladas de su ámbito y transplantadas a monobloques a 11 kilómetros al norte. Sus casitas demolidas y ellos depositados en paredes de telgopor, PVC y hormigón, antisísmicas pero que no resisten la sudestada. Por las que deberán pagar religiosamente y sin los privilegios de los okupas VIP, que montan sus megaempresas en terrenos de nadie o se van de la vecindad del río envenenado sólo cuando el Estado las indemniza.
La caminata por la villa está contorneada de olores y sonidos. El guiso, la cebolla fresca, el faso, la basura podrida, el perfume fuerte en el cuello, la fetidez fatal de los ácidos y las cloacas del río, la cumbia santafesina que baja del piso de arriba, los hachazos sobre el metal, las voces altas, los ladridos, el ritmo que se apaga y se ensombrece cerca del Meandro de Brian...
(La nota completa en la edición gráfica)
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