Son las presas más codiciadas, las reinas del corso. Sobresalen, no pasan inadvertidos, hablan. Hablan mucho. Son esos, los que hoy abrazan causas que hasta ayer nomás defenestraban; los que, desde su sitial privilegiado como conversos, señalan con su dedo acusador. No importa que hasta ayer nomás se subordinaran a los intereses y a la línea editorial de sus antiguos patrones; nadie los discute. Todos tenemos derecho a cambiar de opinión, a ser modificados y atravesados por la realidad, dicen ellos. No hay duda de que tienen razón en eso, pero habría que preguntarles cuál es el lugar de autoridad desde donde apuntan y disparan. Simpáticos, hasta graciosos, acusan a sus viejos compañeros de tareas por cómplices y canallas, por sometidos y resignados a las órdenes de quienes, hasta hace un tiempito nomás, también hacían la venia. Son los disciplinados soldados del planeta de los conversos, listos para modificar el ángulo de sus argumentos y para exhibirse como confiables ante un auditorio que no pretende tampoco perseguir coherencia en su discurso camaleónico, sino que se conforma con escuchar aquello que necesita. Después de todo, no es momento para el pensamiento crítico: corren tiempos de confrontación, de tomar posición y de ocupar espacios de poder. El resto no importa.
Ahora cobran por otra ventanilla, es verdad. Ahora leen otros autores y citan los aforismos de otros candidatos. Pero algo no cierra. Hay un murmullo detrás de sus supuestas verdades. Un ruido molesto que ensucia apenas el sofisma de los conversos. Algunas preguntas se deslizan en voz baja, en las sombras de su imagen televisiva, de su monólogo radial, de su columna oficial y subordinada. ¿Por qué ahora y no antes se transformaron en esto que son? ¿De dónde vienen estos sujetos que ahora nos explican las maravillas de una ley, los méritos de un proyecto, las habilidades de un candidato? ¿Pueden seguir hablando como si nada, como si no existieran cuentas que rendir por todo aquello que decían antes, por los intereses que defendían años atrás, por lo que eran? ¿El que los escucha sabe que un converso en los medios puede asumir las formas de un militante de firmes convicciones o transfigurarse en un mercenario al servicio del mejor postor? ¿Son ellos los más autorizados para explicarnos a nosotros los caminos de la comunicación alternativa, la mentira del mensaje manipulado, el trasfondo económico detrás de cada corporación mediática? ¿Por qué los conversos se posicionan tan rápido, sin dilemas de conciencia, sin contradicciones internas con eso que fueron, tan calladitos, tan aplicados, tan aquello que hoy critican con rudeza? ¿En qué andaban los conversos cuando periodistas de verdad desaparecían en el abismo de la dictadura? ¿A quiénes defendían cuando la policía reprimía a los luchadores populares y la justicia perseguía a los referentes en los barrios? ¿Dónde estaban, que no los vimos, en las marchas de las Madres, en la pelea de las fábricas recuperadas, en las reuniones de comisiones internas, en los encuentros de estudiantes, en las discusiones sobre medios alternativos y populares en serio?
Quién sabe qué extraño atractivo exhiben los conversos. Ahí están, de un lado los Orlando Barone, del otro los Jorge Lanata, en el medio los Gabriel Mariotto. Haciendo fila, otra vez. La ventanilla de pago es otra, pero ellos son tan iguales...
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