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Un recorrido por la Feria de Solano

Museo a cielo abierto

Para el que mira sin ver, la feria de Solano es feria, nomás. Pero hay que dejar de lado los puestos habituales de los productos a estrenar para ver que la feria de Solano es otra feria: la de lo usado, lo obsoleto, lo roto o en parte, lo anticuado, lo abandonado. La que le da valor a lo que ya no lo tiene. Un museo viviente y sin vitrinas, en el que el remanente del consumo de un siglo puede no solo aparecer y apreciarse, sino comprarse y venderse. por Andrés Marchesin

Desde temprano -más concurrida los sábados, pero también los miércoles en los que el clima acompaña- los colectivos de tres cifras acatan el bloqueo que la feria les impone, y que los aleja del asfalto sin baches. Es que la feria de barrio, la de las vecinas con bolsas y changuitos, la de las que compran ropa y calzado, fue dando lugar, no por casualidad en los 90, a una hermana siamesa más humilde.

El barrio de San Francisco Solano está dividido en dos partidos, y ocupa los márgenes de Almirante Brown y Quilmes. El centro comercial está del lado de Quilmes, sobre Calle 844 partiendo desde la estación del desaparecido Ferrocarril Provincial. Perpendicular a 844, la feria original sigue ocupando el tramo de quince cuadras sobre Av. Donato Álvarez, desde la estación hasta Av. San Martín.

Es en esta esquina, sobre el extremo de la feria inicial, donde comenzaron a ubicarse personas -con una manta o apoyando sus cosas en la tierra- que vendían herramientas oxidadas, sillas, bicicletas, carritos de bebé, video caseteras. Objetos usados, abandonados, rotos, que tuvieran o encontraran y que les permitieran obtener algún ingreso. Esto es lo que predomina aún hoy: lo que pueda vender el busca, el cartonero con lo que encontró o le dieron, lo que alguien de la familia ya no usa o tira, o se ve obligado a vender.

Aprovechando el flujo de compradores en el cruce de avenidas, por más de quince años la ramificación se fue extendiendo. Ocupa ahora terrenos del ferrocarril paralelos a la feria original, y continúa por una sola de las veredas de Donato Álvarez, hasta el arroyo San Francisco, donde dobla bordeando ambos márgenes hasta la Calle 896, unas trece cuadras. Conforme pasan las semanas, se agrega algún feriante. La sensación es que ambas partes de la feria comparten públicos distintos y se ven beneficiadas por el caudal de gente.

Marketing off
Se le pueden llamar puestos a los de la feria tradicional, ordenados sobre el asfalto de una Donato Álvarez interrumpida al tránsito, con sus trailers, mesas, cajones, sombras y lonas para protegerse del clima. En cambio, en el resto rige la precariedad. Desde el vamos, se despliegan las cosas para vender sobre la tierra, ya sea terreno, calle o vereda. Algunos tienen el privilegio de estar instalados sobre el asfalto de un garage de corralón o el de poder acarrear un tablón bamboleante para poner las cosas. Si llovió hace poco, se colocan maderas que facilitan el paso de clientes sobre zanjas y charcos.

Se puede subdividir la feria marginal en tres espacios: un sector establecido sobre la ancha vereda este de Donato Álvarez (el tránsito no se corta en ese sector) y otros dos más precarios aún, uno sobre terrenos del ferrocarril y el otro sobre las dos calles de tierra a ambos lados del arroyo. En estos dos últimos es más frecuente ver el cambio de protagonistas y la aparición de nuevos feriantes. La feria, para la mayoría de ellos, forma parte de un circuito económico informal en el que se pueden involucrar.

Una vez en territorio, la puerta se abre para quienes intentan buscar el tesoro escondido, particulares, revendedores o coleccionistas encuentran: muebles, adornos, cuadros, objetos funerarios, monedas, billetes, ropa, calzado, electrodomésticos, envases, herramientas, cuchillos, artículos de cocina, libros, revistas, discos, juguetes, la biblia, el calefón, el sable y el remache.

Cualquier eslabón perdido de la historia del consumo. El estado varía desde lo bueno y lustroso hasta lo que a priori parece inservible.

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 100 - julio 2011)

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Autor

Andrés Marchesin