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Entrevista: Eduardo Sacheri

"La patria son esas pequeñeces compartidas"

Futbolero hasta la médula, desde hace algunos años incurrió en el pecado de salirse del libreto y abarcar otros géneros literarios. Con dos novelas editadas y una de próxima aparición, Eduardo Sacheri busca un lugar entre los escritores contemporáneos que no llegan a los 50. En esta charla con Sudestada nos habla de por qué sigue eligiendo la docencia, de lo lejos que está de la "secta de Puán" y de cómo confluyen la Historia y la escritura en sus relatos.

Cuenta Sacheri que entró a la escritura un poco de casualidad, alentado por sus ganas de leer esas pequeñas historias, impregnadas de lo cotidiano pero alejadas de la marginalidad propuesta por los grandes medios, que no encontraba por ahí; justo en el medio entre "el hermetismo y la pelotudez". Empezó escribiendo cuentos, entre los cuales el fútbol se fue colando como excusa para hablar de las grandes obsesiones (y pasiones) del ser humano. Como profesor de historia arrancó de pibe, y desde que cambió de puesto en los partidos de fútbol amateur empezó a animarse más, a entender qué era eso de meterse en la chancha, recuperar la pelota y distribuir el juego. Tanto fue así que escribió dos novelas. La primera de ellas, La pregunta de sus ojos, fue llevada al cine con un guión del que participó y fue un éxito total. La segunda, Aráoz y la verdad vendió ya unas cuantas ediciones. Y va por más, por eso vale la pena escucharlo.

¿Cómo fueron tus primeros pasos con la escritura? ¿Qué leías por aquel entonces?

–Empecé a escribir más o menos a los 25 años, más por accidente que por otra cosa. Yo había estudiado Historia, estaba empezando a dar clases en la facultad y me largué a escribir más que nada por el gusto de ver escritas historias que no leía publicadas. Ver escrito, o descrito, un mundo cotidiano, suburbano; cierto elogio de la pequeñez. Un poco para hacer catarsis de mis propios temas y obsesiones, y con la pretensión de dejarlas por escrito para leerlas yo; después las leyeron mi mujer y mis amigos. Y cuando Alejandro Apo empezó a leer de entre mis cuentos, allá por 1996, los que hablaban de fútbol, explotaron de un modo que todavía no entiendo del todo. En esa época, y desde la adolescencia, siempre leía muchos autores argentinos y latinoamericanos. Creo que el que me partió la cabeza definitivamente fue Cortázar, con ese mundo. El modo de ver lo cotidiano fue lo que me sorprendió, pensaba cómo puede ver tanto, cómo puede entender tan profundamente cómo es el mundo de la gente. Y Borges, Soriano, Bioy Casares, García Márquez, Vargas Llosa… estoy nombrando autores muy distintos, pero que leí al mismo tiempo durante toda mi vida.

¿Cómo fue el cambio en tu escritura, de ser pensada para un grupo de amigos al público en general?

–Tal vez no cambió tanto. Tal vez lo que lo mantiene vivo es que sigo escribiendo lo que tengo ganas de decir, sigo siendo mi lector fundamental. No lo digo en el sentido de pedante pelotudo, espero que sea lo contrario. Tengo ganas de ver con vida criaturas que me entusiasman y no porque sean fundamentales ni porque tengan ninguna misión iluminadora para los demás. De esos mundos, esas historias, esos personajes, soy yo el principal destinatario. A pesar de que exteriormente me cambió mucho la vida, creo que el único modo de poder seguir escribiendo es estar ligado a esos deseos originarios que aún se sostienen.

Con respecto a la virtud de retratar lo cotidiano, Fabián Polosecki decía que allí estaba lo extraordinario; hay mucho de eso en tus pequeñas historias…

–Para mí no es ni bueno ni malo, es inevitable, en el sentido de que no lo elijo. O, digamos, lo elijo porque es lo único que me interesa para escribir. Si a mí me pidieran que escribiera una de espías, no lo haría, no tengo ni idea de cómo sería… o una de conspiraciones internacionales, no podría en la puta vida. Está perfecto que alguien lo escriba, pero a mí no me sale… me sale ese mundo y, en todo caso, si la interrogación es lo suficientemente detallada y empática, a lo mejor ahí hay algo de arte. Es decir, que a otro que lo lea lo conecte con su propia vida y yo desaparezca y hasta la historia desaparezca en ese instante mágico donde la persona que lo lea se mueva hacia adentro de sí misma.

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Autor

Nadia Fink e Ignacio Portela