Fragmentos de una historia desgarrada en tres pedazos. La de un jinete rebelde que osó enfrentarse a un Imperio. La de un violinista especialista en serenatas que elige vengar a Sandino. La de un poeta seminarista que encontró en las voces de la calle su propia voz. La de un país castigado por la opresión, que tuvo los hombres y mujeres decididos a cambiar su suerte. (Publicado en Sudestada Nº 71 - Agosto 2008) Por Hugo Montero / Ilustración: Julio Ibarra
El secuestro y desaparición de sus tres hijos expulsó a mis abuelos paternos a un mundo ingrávido donde jamás volverían a hacer pie. Para sobrevivir en él, se aferraron al mecanismo menos inútil: conservar la mayor cantidad posible de objetos que habían pertenecido a Carlos (mi padre), Riqui y Marita. Esta acumulación garantizaba una presencia constante de los tres en el aire viscoso y gris que ya nunca dejarían de consumir en la vieja casa de Coronel Dorrego. Con obsesión de museólogos, archivaban o exponían sus juguetes, cuadernos escolares, sus ropas y disfraces, medallas, trofeos, diplomas, instrumentos musicales y millones de fotografías.
A los objetos que habían protegido inicialmente, pertenecientes a la infancia y juventud de sus hijos, se sumaron en junio de 1977 los que recibieron desde La Plata tras el secuestro de mis padres. Mi otro par de abuelos debió rescatar de la casa en ruinas todo lo que había sobrevivido al saqueo, hurgando como rescatistas sin esperanzas entre los escombros de un terremoto. Todo lo que resultó medianamen¬te entero fue cargado en un camión de mudanzas y deportado a Dorrego, donde los Aiub aceptaron con agrado la posibilidad de velar por el patrimonio de Carlos y Beatriz hasta que pudiesen regresar.
Este culto a la conservación no se había iniciado tras la desaparición de sus hijos, pero fue cuando esto ocurrió que la colección material tomó el valor de la respiración para mis abuelos. No hubo otra cuerda de donde tomarse cuando comenzó el abismo. Fue, en principio, la garantía de un retorno seguro; luego, el alimento de una expectativa compañera que perdía intensidad con el paso del tiempo y, por último, la resignada prueba de que esos objetos tuvieron dueño, fueron propiedad, habían sido tomados o creados por extremidades vivas de las que ya no había señal, sólo resultados nulos de búsquedas desesperadas.
Años después, la muerte de mis abuelos nos puso a mi hermano y a mí, hacia el fin de nuestra adolescencia, ante el compromiso ineludible de decidir el destino que debíamos darle a los objetos acumulados y mantenidos por ellos durante tanto tiempo. Definitivamente, no estábamos dis¬puestos a cargar como caracoles los argumentos de nuestro pasado, arrastrándolos a cada lugar donde nos despla¬záramos. Debíamos deshacernos de la colección y de la culpa con que esta acción cobarde comenzaba a perseguirnos. Nos vimos obligados a analizar, caracterizar, clasificar y decidir destino, no solo final sino también digno, de cada una de las pertenencias de mi viejo y sus hermanos, para sólo apropiarnos de lo indispensable, si es que a algo le cabía esa definición. Fue durante esos días de hallazgos y descartes, de encuentros y rechazos de la propia historia (y cuando parecía que ya nada nos encandecería) que dentro de una vieja caja flaqueada, junto a las ruinas de un ajedrez imantado, un banderín de River Plate y algunas revistas de historietas, se reveló ante nosotros el viejo cuaderno anillado, de paradójica marca Éxito, guardián amarillento de los treinta poemas escritos a mano por mi padre.
El cuaderno terminaba así su primer cautiverio e iniciaba el segundo, ahora en mis manos. Había mucho por conocer de mi padre antes de sumergirme en su poesía. Casi todo. Muchas preguntas y pocos a quienes hacérselas. Mucha bronca todavía ubicada en lugares equivocados. Muchos legados por recibir, aun sin saberlos legados. Intentaba en vano, por esos días, descubrir alguna puerta que me expulsara fuera de mi historia, que me permitiera ingresar en alguna más confortable, y los poemas de mi viejo no me llevaban precisamente por ese camino.
(La nota completa en la edición gráfica)
El colectivo de Revista Sudestada esta integrado por Ignacio Portela, Hugo Montero, Walter Marini, Leandro Albani, Martín Latorraca, Pablo Fernández y Repo Bandini.
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