Rosa de Miami es el nombre de la última novela de Eduardo Belgrano Rawson, de próxima aparición. En el libro, el escritor puntano alimenta su imaginación con una de las gestas históricas de América Latina: la victoria del pueblo cubano durante la invasión de Bahía de Cochinos, en los años sesenta.
"Es una de guerra", bromea el escritor, todavía fascinado por los hechos reales que generaron esta novela, conmovido por los caminos que lo llevaron, casi de casualidad, hasta un acontecimiento trascendente en la vida de América: el fracaso de la invasión estadounidense en Cuba. A partir de aquel desembarco, Belgrano Rawson aviva sus propios fuegos para construir (¿una novela de aventuras?, ¿una novela política?, ¿la novela de un periodista?, ¿una novela romántica?), con el sello de uno de los mejores escritores argentinos del momento.
"Primero Rosa de Miami fue una historieta llamada Garrapatenango, inspirada en un cubano exiliado en Buenos Aires, que jugaba al béisbol en Ferro, y frecuentaba la pensión donde yo vivía -señala el escritor-. Había sido paracaidista en Cochinos, y entonces cayó prisionero. Ese fue el germen de un guión para la revista D‘Artagnan, que nunca llegó a publicarse. Muchos años después, a Planeta se le ocurrió hacer un libro sobre aquella misma invasión. Pero la historia tiene otras raíces, más personales, que se hunden en San Luis. Por ejemplo, la figura del regente de mi escuela, un exiliado guatemalteco que vivía a la vuelta de casa y fue profesor de mi viejo, y un día recibió un telegrama donde le ofrecían la presidencia de Guatemala. No sólo aceptó la candidatura sino que ganó a chicote alzado. Este vecino nuestro era Juan José Arévalo. En mi casa siempre se recordaba a aquel socialista que fue a Guatemala a convertirse en presidente, lo cual sorprendió a la CIA cuando ésta aún estaba en pañales. Su sucesor sería Jacobo Arbenz, otro socialista romántico como Arévalo, al que la United Fruit decidió eliminar porque le habían expropiado unas tierras. El bombardeo de Guatemala significó el ensayo general de Cochinos. Y de las ruinas de aquella ciudad devastada surgirían ciertos hechos y personajes que signaron el futuro, como un médico que andaba por ahí removiendo escombros y que luego sería conocido en el mundo como Che Guevara. Mi interés aumentó cuando supe que Arévalo había sido vecino nuestro. La novela está atravesada de rastros que, de repente, transforman una historia tan lejana como una invasión caribeña en algo casi familiar. El mundo es pequeño, como quien dice.
Pero todo empezó con aquel paracaidista de la pensión...
Sí. Se llamaba Ramón Masvidal. Hoy está exiliado en Miami, supongo. Luego conocí muchos otros, pero él fue mi primera fuente. Lo raro del caso es que al final lo borré de la novela. No es la primera vez que me pasa. Lo mismo ocurrió con Fuegia, cuando resolví que los famosos fueguinos secuestrados por Fitz Roy y que terminaron en Londres eran la parte menos interesante de la historia, el lado folclórico, si se quiere. De todos modos, gracias a Masvidal, que había desertado del ejército cubano para ser reclutado por la CIA, me inicié en las intimidades de aquella invasión que se incubó en la selva guatemalteca, en un campamento llamado Garrapatenango. Después de caer prisionero, fue canjeado con el resto de los invasores por cincuenta millones de dólares en medicamentos, lo que pedía Fidel como pago por daños y perjuicios...
La nota completa en Sudestada n°37
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La noche de los cocodrilos
Adelanto exclusivo de Rosa de Miami, el último libro de Eduardo Belgrano Rawson. «La noche de los cocodrilos» es el primer capítulo de la novela, que reproducimos a continuación)
Algo estremeció los manglares. Fue un ronquido lejano, proveniente de alta mar. Pasó a través del balneario y llegó hasta el corazón de la Ciénaga, donde vivían los cocodrilos, que por ahora no se inmutaron. Estaban muy activos de noche, vagando de aquí para allá. Era fácil descubrirlos con el auxilio de una linterna. La luz rebotaba en sus ojos, que tomaban color fuego. Pero por el momento no había en la zona un solo cocodrilero en acción. Por eso los cocodrilos siguieron con su rutina. Una madre cariñosa se lanzó a trasponer un riacho con sus crías en el lomo. Nadaba plácidamente entre nubes de vapor. La noche estaba muy fría.
Para el lado del criadero, junto a la boca del río, el panorama era distinto. Al percibir el zumbido, los cocodrilos cautivos agitaron la cabeza y se atacaron entre ellos. Un concierto de bramidos se levantó sobre el fango. Tal vez confundieron ese ronquido con los camiones de la comida. Debió transcurrir un rato hasta que al fin se calmaron. Entre tanto su griterío se contagió al humedal. Algunas cotorras chillaron y las garzas echaron vuelo. Solamente los cangrejos mantuvieron la compostura. A esa hora colmaban la ruta que corría por la playa. Iban a desovar en el agua como lo habían hecho por siempre, cruzándose con los otros que retornaban del mar. Una espesa capa naranja hacía ondular el camino. Por el momento, éste lucía desierto, lo cual significaba un desastre para la economía local. Entre febrero y abril, la gomería del pueblo no daba abasto. El estallido de los cangrejos bajo las ruedas no era nada poético. El asfalto se teñía de rojo hasta formar una pasta. Con el calor empeoraba todo. Los turistas que iban en coche hacia Playa Larga preferían alzar los vidrios.
Era cerca de medianoche. Un habitué de la playa también oyó algo extraño. Más que un motor de camiones, sonaba como una carrera de lanchas disputada mar adentro. Hubiera echado un vistazo, pero siguió tendido en la arena bajo el clamor de la noche. Era un mozo del complejo turístico, una golondrina del Caribe, de los tipos que hoy trabajan de barman en los hoteles de Aruba y mañana en las islas Vírgenes, pero mejor en aquellos lugares que tienen los impuestos prohibidos por la propia constitución. No pensaba quedarse en el balneario. Los centros de turismo obrero no lo hacían saltar de entusiasmo. En otro lugar de la costa, un miliciano de guardia tomó aquel zumbido marino por una orquesta en afinación. Dedujo que se trataba de una lejana still band. Eso le removió los recuerdos. Una vez, por Pinar del Río, donde vivía su madre, había pasado una de aquellas orquestas de acero que los negros de Trinidad, después de la guerra del mundo, fabricaban con tambores de gasolina dejados por los usnavis. Ahora estaba en la Ciénaga censando analfabetos, pero de momento se hallaba a cargo de una subametralladora para reportar cualquier amenaza marina. No pensó que una still representara peligro, así que sacó un cigarro y disfrutó de la soledad. Se hizo que estaba en los bosques húmedos de Trinidad, de olor a cacao y rosas de porcelana, al son de la banda metálica en alguna mañana de carnaval.
Entonces surgió una cosa en el cielo. Algo así como un puñado de nuevas constelaciones. Al menos eso les pareció a los noctámbulos que paseaban por la playa. Pero sólo era la imagen del Cristo Crucificado, hecha de polvo de estrellas.
En cambio, para los hombres de un yate que ingresaba en la bahía, eso que tanto había ofuscado a los cocodrilos sonaba como un chillido de pájaros.
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