De tenue voz y cálida prosa, Federico Jeanmaire está por terminar Europa, la novela que viene trabajando desde hace tres años sobre la libertad en aquellos años de su juventud en el Viejo Continente, luego de dejar la Argentina apenas instaurada la dictadura del '76. En exclusiva, un adelanto.
Destinos, caminos, senderos que se superponen. Dolencias, culturas insondables, regresos. Posi-cionado en sus recuerdos de juventud como amalgama entre realidad y lenguaje, el escritor Federico Jeanmaire vuelve sobre sus pasos en Europa, en un intento por asignar categorías de verdad a la propia experiencia: en ella devela el entramado de vivencias y sentires que lo atravesaron en su viaje por el Viejo Continente, al que descendió días después del golpe del '76. Tras la publicación de Papá (2003), novela en la que contaba en forma minuciosa su historia familiar y las barreras comunicativas e ideológicas que lo separaban de su padre, aquejado por una enfermedad terminal, en Europa Jeanmaire encarna lo autobiográfico como afirmación del propio saber, los miedos que aquejan una y otra vez, el pasado que se difumina sólo en apariencia.
Creador de Mitre -con la que ganó el Premio Ricardo Rojas de Literatura-, Países bajos y Una virgen peronista, Federico Jeanmaire descubrió en Europa su pasión por la escritura: al develar algunos de los mecanismos con los cuáles hilvana el quehacer literario, arduo y azaroso, asume las palabras como entidades, ante las que se rinde. Opta por dejar que se le escapen e inicien su viaje sin destino prefijado, sin respiro. En la capacidad impredictible de la lengua por recrear universos y reafirmarse en ellos, el escritor relee las diversas versiones de su propio origen, su propio lugar, los misterios que aún permanecen velados.
"Yo tengo muy mala memoria -establece Jeanmaire-. Al escribir, recordé hechos y situaciones que no las tenía en mi cabeza. Por ejemplo, la historia de una pareja de exiliados argentinos en España, que surge casi final del libro, cuando mi propia pareja se está rompiendo. No sé porqué está: ignoro cómo esa anécdota funciona en la totalidad de la novela, pero no podía quedar afuera. Por eso escribo. Me impresiona cómo la lengua se adueña de todos tus deseos".
¿Qué sucedió para que tuvieras que esperar tanto tiempo para poder contar todas las vivencias que narrás en Europa, tu nueva novela?
El problema es estético. Siempre los problemas son estéticos: los que están más a la superficie en Papá -el texto anterior- y en Europa, estuvieron presentes siempre, pero eludidos, escondidos bajo mucho trabajo literario. Y ahora necesité exhibirlos, a tal punto que trabajo con los recuerdos, con la autobiografía, que es el material más en bruto del escritor. Es meter la mano en una zona pantanosa, en la cual lo literario queda un poco afuera. Se trabaja más en la superficie, a la inversa de lo anterior, que escondía la esencia, la sustancia de los problemas, lo que está en la cabeza. Siempre digo que cualquier persona tiene dos o tres cosas que le importan. La gente que no escribe o no pinta, supone que le interesan muchas más cosas: pero cuando uno se mete de lleno, son dos o tres nada más, que salen de la manera más diversa. Con los años, decís "basta de esto, quiero salir e irme a otro lado", pero vuelven siempre y no se pueden sacar: hacer eso implicaría salir de tu espacio de trabajo.
El año pasado dijiste que con Papá buscaste no registrar exactamente la realidad cotidiana de tu familia, lo que estabas viviendo, e hiciste un trabajo linguístico particular. ¿Qué sucede en Europa, donde se cuenta una etapa posterior?
Prometo que es la última de este tipo: ya no lo aguanto más. Es desgastante estar revisando tu pasado durante tres años. Nunca había trabajado con lo autobiográfico, lo cual es muy complejo: aparecen emociones, cóleras, un montón de cuestiones, y de algún modo es aprender a escribir otra vez. Yo nunca creí que la literatura fuera el lugar en donde volcar mis emociones personales, y ahora me vuelve a pasar con Europa. Cuando uno está creando una novela continuamente se abren posibilidades y tenés que elegir cuál te conviene más, a veces elegís bien y otras no. Con lo autobiográfico eso no existe: la organización de los recuerdos no depende de vos; atrás de un recuerdo viene el otro. A partir de Papá, y lo mismo con esta novela, tuve que modificar mi forma de trabajar la prosa. Sigo trabajando la respiración del habla argentina, pero acá desde un aspecto más romántico, a la manera de José Martí o Sarmiento. Los cortes no son arbitrarios; las oraciones cortas son muy significativas. Queda la forma, pero el contenido se modifica. Y algo más increíble: siempre rechacé los lugares comunes, hasta que en Europa tuve la necesidad de trabajar a partir de ellos. Y como para mí escribir siempre es un riesgo -me gusta no estar en zonas que ya conozco- me dejé llevar por esos lugares comunes, algo nuevo para mí.
¿Qué universo político-estético se abre en Europa, que la diferencia de Papá?
A ambas las pensé como un díptico sobre la patria: Papá era el intento de narrar conceptos relacionados con el autoritarismo, la paternidad, y su lugar en el mundo. Me gusta esa idea de "narrar conceptos": mi viejo se estaba muriendo, y pensar eso en un momento de dolor me parecía interesante. En este caso, intenté narrar el concepto de libertad. Qué significó, qué puede significar, hasta dónde uno puede pensar la libertad. Y eso requiere una construcción distinta: Papá era un texto cerrado, una maquinita precisa, y Europa formalmente fue un problema enorme. Cuando empecé a escribirla, en todo el texto no había ningún punto y aparte, era un único párrafo y había cortes arbitrarios; cuando aparecía tal palabra se cortaba el texto. Yo busco que la forma esté imbricada con lo que escribo. Ahora, ¿cómo se escribe la libertad? La lengua es un lugar absolutamente libre, en un punto: es un sistema abierto, que siempre está cambiando, pero a la vez es muy rígido. ¿Cómo hacer con ese sistema para contar la libertad? Cuando uno agarra un libro y dice: "qué bien que está esto", es porque el escritor halló la forma para ese fondo. Y en el caso de la libertad es complicado. Estoy seguro de que no lo encontré, pero lo sigo buscando.
¿Pensaste la libertad como un rastreo de las distintas visiones políticas del concepto?
A esa edad, la idea de libertad es muy absoluta, demasiado maravillosa, y cuando uno crece se va reduciendo, segmentando. El libro es este paso: de creerse capaz de todo a decir "soy como cualquier otro", y tener que construirse en una sociedad con problemas enormes de libertad. Al ver un chico que no tiene para comer y con suerte junta cartones, ni siquiera podemos formular esa idea de libertad. Este es un país donde ser libre fue siempre un problema.
La literatura como herramienta para el futuro
Una y otra vez, la literatura argentina vuelve sobre sus pasos, como si pretendiera ser refundada década tras década. Aunque se inscriba a sí misma en la larga tradición inscripta por los autores del siglo XIX, quienes configuraban la idea de patria como una extensión de sus tertulias a mediatarde, Federico Jeanmaire traza coordenadas y diferencia el carácter de su búsqueda: "La literatura argentina nació políticamente. Todos los que escribían en el siglo XIX eran políticos; escribir era para ellos un arma. En vez de salir a tirar tiros, escribían textos con los cuales creían que caerían gobiernos. A la inversa, cada gobernante al terminar su mandato -como siempre terminaba yéndose a las patadas- tenía que sacar su libro en defensa de lo que había hecho. La literatura argentina está impregnada de eso. Si bien yo ligo a Europa con "Recuerdos de Provincia", es claro que no quiero ser presidente. Eso hace más complicada su escritura; todas mis motivaciones y complicaciones son literarias. Si bien ése es el formato, el resultado es otro: una mezcla de memoria, recuerdo y ensayo".
A casi 30 años de dictadura, en la literatura aún es necesario apelar a rebatir el saber acerca de la patria inscripto desde el siglo XIX.
Yo puedo hablar de mi caso personal: mi viejo muere en los mismos días en que cae De la Rúa. En mi historia, ese momento es brutal. Parecía algo irreversible: que la Argentina no saldría del 19 y 20 de las mismas maneras históricas que antes; que ahí se maduraba algo nuevo o se rompía todo. El origen de Europa y Papá es ese momento, en el cual no se veía nada de lo que había servido para pensar la Argentina y había que animarse a pensarla de nuevo. Ahora tengo bastantes dudas acerca de si eso pasó, o si estamos viviendo la capacidad enorme de que se construya siempre lo mismo, pero mal. Yo lo viví como un momento absoluto, uno de los pocos de una nación. La Argentina ha hecho menos crítico ese momento absoluto, pero lo ha desaprovechado: pareciera haber una capacidad infinita de recreación de discursos.
Y eso lleva a que los escritores vuelvan a poner en discusión una y otra vez los mismos preceptos hegemónicos.
Eso pasa en todas las culturas. Cuando uno está inmerso en otra cultura no lo vive del mismo modo. La literatura tiene un lugar interesante, ya que es el reciclado de las religiones. Históricamente, cuando un pueblo dominaba a otro -generalmente es el pueblo más bárbaro el que somete al otro- se adueñaba de la religión del vencido, que normalmente era mucho más culto, cambiándole los nombres a los dioses. Algunas de esas historias quedaban afuera, y con eso después se armó la literatura: relatos que se caían de la religión, y decían el mundo de otra manera. Uno aprende mucho más sobre el pensamiento humano leyendo novelas que, por ahí, crónicas de la historia. Todos los países tienen esa relación con la literatura; en nuestro caso quizás sea más grotesco, y por eso más profundo el trabajo literario que requiere.
La nota completa en Sudestada n°41.
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Adelanto de «Europa»
(Fragmento exclusivo de Europa, novela de Federico Jeanmaire que se publicará en 2006)
Una de las últimas tardes de aquel septiembre en Narbonne, harto de cortar uvas, muy cansado, me senté junto al viejo a mirar cómo los hombres más jóvenes del campo de concentración jugaban a las bochas. Estaban muy alegres, no paraban de hacerse bromas entre sí, como si no hubieran andado entre los mismos viñedos que había andado yo durante todo el día. Inagotables, haciéndose bromas, justo enfrente de mi cansancio. Eso hasta el momento en que una de las bochas plateadas quedó a la misma distancia del bochín que otra. Primero midieron con los pies, luego midieron con las manos y hasta con los dedos de esas manos. Pero no se pusieron de acuerdo y dio comienzo una discusión que se hizo cada vez más violenta. Si no terminó en pelea fue, simplemente, por la tranquila intervención del viejo. Sus palabras zanjaron la cuestión. Y, de inmediato, me hizo una seña con la cabeza para que lo acompañara lejos de allí, hacia el terraplén que dividía el universo. Yo lo acompañé, nos sentamos, se tomó algún tiempo para ordenar sus ideas y, en un tono de voz muy triste me confesó que, quizá, la verdad del pasado gitano tuviese bastante que ver con lo que acababa de pasar. No con las bochas, me aclaró desde una mueca risueña que no hacía más que exagerar la tristeza de su voz, sino con la pelea. La pelea entre hermanos.
Alguna vez me contaron que unos cuantos de mis antepasados, empezó a contar el viejo, donde fuera que vivieran, en una isla, al pie de un volcán, donde fuera, que aquel que me lo contó no sabía o no le interesaba ese asunto, un día del pasado remoto se creyeron más que sus iguales. Entonces dejaron de respetar a los mayores, tomaron el poder por la fuerza y gobernaron con tanta crueldad que obligaron a muchos de sus hermanos a huir hacia cualquier parte. A huir de ellos mismos, en algún sentido. Nunca he creído del todo esa historia, me cuesta hacerlo, reflexionaba el viejo en voz alta, pero lo cierto es que cada vez que presencio una discusión como la que acabamos de presenciar, me acuerdo de aquello que alguna vez me contaron. Es lo primero que se me viene a la cabeza, en estos casos. No puedo detener el recuerdo. No puedo. Por más que lo intente, por más que quiera pararlo.
Y ahí hizo una pausa.
Larguísima.
Luego giró sus ojos, muy lentamente, hasta encontrar los míos. Durante un rato, que a mí me pareció interminable, me mantuvo la mirada fija mientras se rascaba la punta de su nariz y, después, me preguntó en voz baja, o se preguntó a sí mismo, no sé, si acaso se podía detener el recuerdo.
Yo le contesté que no.
Muy rápido le respondí que no, que no se podía, que tal vez se podía olvidar, pero nunca, jamás, detener el recuerdo.
Es una lástima, me dijo.
Y no dijo más.
Se levantó, estoy casi seguro que con alguna lágrima resbalando de sus ojos, y se fue.
Me dejó solo.
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