Entrañable amigo de la casa, Eduardo Galeano nos deja una ventana abierta de par en par para mirar, a través de ella, el fulgor del continente. Artesano de la palabra, cosechero de pequeñas historias, defensor de anónimos luchadores, buscador de ideas en el sendero de los oprimidos, desde Sudestada nos permitimos recordarlo en estas líneas como un último abrazo, como una fraterna despedida al compañero que nos invitó al delirio de la lectura y a la magia de la aventura americana.
Un puñado de hojas impresas fue la excusa para cruzarnos en Montevideo o en Buenos Aires. Una entrevista por un nuevo libro en la calle, un ejemplar de Sudestada para entregarle, una librería para recorrer. Siempre las palabras, escritas o dichas, forjaron ese cruce. Palabras tangibles. Después de todo, siempre nos dijo: "Yo necesito que el libro esté impreso, que el libro tenga textura, que tenga olor, color, que pueda apretarlo contra el pecho o contra el oído".
Siempre puntual, solía llegar abrigado, fuera invierno o verano, porque sus pulmones le venían jugando una mala pasada. A veces, apenas salido de una internación, su motor era contarnos una historia nueva que había descubierto en sus horas de investigaciones para luego escribir cuentos mínimos, rodearse de jóvenes atentos y preguntones, curiosear sobre publicaciones independientes (evocación de sus tiempos como director del diario Época, sobre la que decía: "Esa fue mi experiencia editorial juvenil donde nadie cobraba. Todos teníamos otro trabajo. Y cuando terminábamos a las dos de la mañana, corríamos los escritorios y nos cagábamos a patadas jugando al fútbol. Y nos íbamos a ver amanecer a la rambla. Y no dormíamos nunca").
Cuando nos enteramos de su muerte, nos entristecimos como todos los que fuimos sus lectores, los que esperábamos su palabra o su respaldo ante alguna causa injusta. Pero también nos entristecimos de otra manera: perdíamos a un referente y también a un abuelo que nos dedicaba, cada tanto, unas horas para leernos sus libros, para narrarnos una historia tal como él había aprendido a escuchar en los cafés de Montevideo.
Sabemos que de este lado del mundo de los vivos, la muerte purifica, lleva a una persona casi a la categoría de santo, de intachable. Nada más lejos de lo que intentaremos hacer con nuestro Galeano (como supimos definirlo en la edición especial que le dedicamos en 2012), que solía alejarse de lo sagrado para bailar con sus contradicciones y sus impulsos más carnales: "Soy el resultado de lo que hice, de lo que conocí, de lo que padecí, lo que gocé, lo que pensé, lo que sentí. Soy el resultado de las cosas que hice, de las buenas y también de mis metidas de pata, de mis errores; como todos nosotros: cada uno es el resultado de lo que hizo y de todo lo que le hicieron. No me arrepiento de nada", nos dijo, a modo de sentencia.
Y entre las palabras que inventaba para nombrar las cosas, nos dejó la "corpalma" para expresar su deseo de que mente y cuerpo no vayan en paralelo, sin hablarse: "La belleza desnuda, desvestir el lenguaje, tirar a la mierda todo el ropaje que te impide ver esos cuerpos bellos y luminosos que tenemos, y que albergan tanta maravilla escondida por culpa de los prejuicios. Esa diferenciación del cuerpo y el alma cuando la verdad de la vida está en la 'corpalma', en la integración, no en la desintegración".
Una cita en el café
Es enero de 2004 y el calor del último viernes de ese mes invade el bar El Brasilero, ubicado en el corazón de Montevideo, hacia donde los enviados de esta revista apuntamos la proa con la esperanza de traernos unas cuantas palabras andantes. Aquí están. Es el continente que respira y, a través de la voz de Eduardo Galeano, el que se contrae y dilata sus venas para poder seguir viviendo.
En aquella oportunidad y después de algunos cruces por teléfono, finalmente una de las voces más resonantes había accedido a charlar con nosotros. En ese encuentro iniciático, nos dejó algunas impresiones que atesoramos. Una de ellas fue, ante una pregunta sobre sus libros, atravesados por la temática de lo político y la historia… "¿Cuáles son los temas políticos, y cuáles son los no políticos?", se/nos preguntó, para seguir: "Está todo impregnado de política y, a la inversa, también se puede decir que los que creen que en literatura es válido politizar todos los temas, los deshumanizan, los acartonan, los convierten en palabras vacías que no transmiten electricidad de vida. La política está implícita en todo, es el conjunto de relaciones entre el poder y la gente y, por lo tanto, está en cada uno de los pequeños actos de la vida cotidiana. Hacemos política sin saberlo. Todo es y no es política: hay una carga evidente de política en cada cosa que ocurre, y por lo tanto también en la literatura que transmite cada cosa que ocurre, o que las revela. No hay ningún acto de la vida de nadie que pueda estar enteramente divorciado de la política, ni siquiera un sueño. Todos los sueños tienen algún parentesco, aunque sea remotísimo, con lo que son las estructuras del poder, con las relaciones entre la realidad y el deseo, entre la libertad y el miedo. Todo eso es político también"...
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)
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