El último día de abril la presidenta Cristina Fernández reinauguró la mítica SIAM. Empresa símbolo del Estado de Bienestar que llegó a albergar a 5.000 trabajadores en la planta de Avellaneda décadas atrás. Su historia y aquel desbalance pergeñado por un capitalismo feroz, su caída y el nacimiento de la villa, al otro lado del Riachuelo. El símbolo perfecto de la frustración de un sueño. Los eslabones de una historia hecha trizas.
La tuerca gigante se parece al mecanismo de precisión de un reloj. Aunque con los ojos semicerrados, se podría imaginar una aparición repentina de Charles Chaplin mientras es devorado por la feroz maquinaria en la película Tiempos modernos. El anaranjado rabioso lo hace visible a cientos de metros. Y permanecer en esa estructura de toneladas y más toneladas de acero permite sentir cómo los pies temblequean en el suelo de la incertidumbre. Como si en un chasquido de dedos, con un par de micros transitando por ahí, todo pudiera caer estrepitosamente sobre el Riachuelo como aquel 12 de julio de 1930 en que se hundió un tranvía de la línea 105 que se precipitó desde el Puente Bosch. Pero no. Hoy promete ser apenas una impresión distorsionada.
Con la mirada detenida en el Oeste, la margen derecha se viste de pobreza extrema como alguna vez hace más de cien años se arrinconó en el viejo barrio de las latas, un cuadrilátero acotado de Parque Patricios. De la margen izquierda emergen como espectros malheridos los despojos de aquella Argentina industrial y de pleno empleo.
Fue el 13 de febrero de 1904 cuando el Boletín Oficial anunció la decisión: se había aprobado por fin la construcción de un puente de 64.400 metros de largo que facilitaría la conexión entre Barracas y Avellaneda. Hopkins y Gardom sería la empresa encargada tras la rescisión del contrato con American Cement Construction. Recién doce años y diecisiete días más tarde llegaría la gran inauguración, cuando restaban siete meses de gobierno conservador del entonces presidente que le daría nombre -hasta el día de hoy- al gran puente anaranjado de acero: Victorino de la Plaza.
Nexo entre capital y provincia
Los carruajes de aquella Argentina aluvial y de contrastes ríspidos y amargos paseaban de un lado al otro, sin grandes alarmas, a los señores de entonces. Era impensable aún el hormigueo incesante de este presente en el que las varias líneas de transporte urbano, los miles y miles de autos y, hasta hace muy poco, los pesados camiones de varios ejes, sobresaltan -sólo en apariencia- los tirantes y el piso.
El paisaje divide hoy, tajante y feroz, la pertenencia, más allá de las fronteras. Hacia la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la Prefectura de uniforme color caqui con pecheras de un anaranjado más flúo constituye el sello inconfundible de entrada y salida. Hacia ese otro país anclado en el conurbano profundo y con entrada por Avellaneda, la primacía la tienen los uniformes verde oscuro. A escasas quince o diecisiete cuadras del confín, la gran señal de la época: la sede de Gendarmería Nacional en el barrio de Piñeyro supo ser, no demasiado tiempo atrás, el hospitalito de atenciones médicas cotidianas. Ya no hay médicos ni enfermeros. Sólo varias decenas de gendarmes extirpados de su norte profundo.
El puente Victorino de la Plaza oficia de conector y estrado panorámico desde el que, con los ojos puestos en el oeste, aparecerá una radiografía microscópica de la historia. Hacia la derecha, la Villa 21-24. A la izquierda, osamentas oxidadas y desprovistas de latidos y savia de buena parte de la industria nacional. Como un espejo en el que no será fácil reflejarse. Quién querría, después de todo.
(La nota completa en Sudestada N° 130 - julio2014)
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