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Ficciones

Montevideo en las alturas

Henry vive en una azotea, al otro lado de la calle. Como no tiene, cerca, ningún tejado, domina, desde su torre, varias cuadras del barrio por el que no puede andar. De vez en cuando una mujer sube a tender la ropa. Le lleva agua, comida, y se va.

No simpatizo con los siameses, y Henry es un gato siamés. Tiene el pelo agrisado, los ojos turquesa y la ventaja de no ser bizco, como la mayoría de su raza. Recuerdo que un amigo completaba con un ejemplar bizco, el paisaje de libros que deseaba ver cada vez que apartaba la vista de la "Crítica de la razón pura", a la que dedicaba esos años. Un día, al llegar a su casa, lo hallé desesperado. Su hija había dejado la puerta abierta y el gato salido por primera vez a la calle. Por fatalidad, imán de la angustia o perro destino, se encontró con un doberman y el instinto le dijo que debía trepar a un árbol. Pero el tonto se cayó del árbol.

Desde entonces tengo poco respeto por los siameses, aunque considero improbable que Henry haya malgastado sus horas en la decoración de Kant. Pero como está confinado en el cielo, ciertos días, él en su azotea, yo en mi terraza, nos juntamos a contemplar el mundo.

En la esquina, un viejo almacén con tres artículos, estanterías semivacías y dos cajones de verdura, vive de la cerveza y el vino suelto. Lo atiende un hombre mayor que corrige su renguera con un rústico bastón y mira con la picardía de quien vivió experiencias menos comunes de lo que aparenta.

Cuidacoches, vagabundos, jóvenes desocupados, hacen boliche en el almacén, sentados en banquitos sobre la vereda, y no es difícil imaginarlos parroquianos de una diferida pulpería. Los sábados el boliche se agita porque hacia las siete de la tarde comienza a sonar un tamboril, luego otro, y una barra de muchachos que poco después será una pequeña multitud, recorre el barrio con una atronadora cuerda de tambores.

Todo comienza con el rejunte de papeles y cartones. Encienden un fuego y si me asomo a la ventana, veo diez o quince tamboriles en ronda, dirigidos a la pequeña hoguera donde se tensan las lonjas. Minutos más tarde un hormiguero de chicas y muchachos se saludan, se pasan botellas de cerveza, envases de refrescos con vino suelto, cigarrillos y porros, porque la calle se ha vestido de fiesta y las fiestas son desprolijas o no son verdaderas fiestas.

Cuando dos o tres horas después la pequeña multitud ha tocado y bailado por el barrio, hecho sonar las alarmas de los autos y entrado en las casas un bramido de orgullo tribal contra los decoros de la propiedad privada -entonces suelo recordar las quejas de Cortázar porque los bombos peronistas le impedían escuchar a Bartók-, la algarabía regresa al almacén y se prolonga con últimos tragos, entre abrazos y bromas, hasta que finalmente los restos de la dicha se derraman en las veredas. Entonces suelo buscar a Henry pero no lo encuentro en su cornisa. Sospecho que no le agrada el candombe.

Eso pasa los sábados, pero en ocasiones, los domingos, alguno acerca un medio tanque y hace un asado que invariablemente encuentra a Henry con el cogote tenso y estirado, olfateando el humo. En los domingos las azoteas del barrio sientan familias alrededor de mesas y aleros, humean los parrilleros, hay músicas en el cielo. El resto de los días no. Sólo perros y mujeres que suben a tender la ropa y se dejan envolver por las sábanas como esculturas de viento, entre juguetes rotos y sillas desfondadas. Es fácil deducir dónde hay un niño porque sus ropas se adueñan de las cuerdas y también conocer qué deslucidas cuelgan las prendas sin la intimidad que les da forma.

A dos manzanas de distancia, cada tanto asoma una mujer que sube a fumar a la azotea. De mediana edad, tiene cabellos claros y cuando aparece siempre lo hace con un cigarrillo. Con Henry llegamos a la conclusión de que le han prohibido el tabaco, la familia la controla, quizá el marido, la madre o los hijos, y trepa a romper la norma de lo que debería ser, de lo que los demás quieren que sea. Nunca hace otra cosa que fumar con un brazo cruzado a la cintura y el codo del que sostiene el cigarrillo apoyado en el hueco de la mano. Mira los techos, la calle, el cielo, aunque no podría asegurar lo que ve. Parece ensimismada. Quizá piensa en alguien. Henry cree que es infeliz, pero no estoy seguro de que la mujer que fuma pueda encarnar mejor que yo, que Henry o el viejo del almacén, esa molesta duda.

Tampoco podrían hacerlo, creo, los veteranos del autito verde. Es un matrimonio mayor -si tuvieron hijos ya se fueron-, y a menudo los vemos apoyados en el muro de su casa, con la mirada extraviada en el muro de enfrente. Él suele escuchar una pequeña radio, pero lo que ha llamado la atención de Henry es que los fines de semana cruzan la calle, suben al auto, que el hombre limpia con esmero, y no arrancan. No van a ningún lado. Permanecen sentados adentro del auto, con el mate preparado, entre el coche estacionado delante y el estacionado detrás, pasajeros de un viaje detenido en el cordón de la vereda. Conversan, a veces callan durante largo rato, luego bajan y entran a la casa.

Dice Henry que se ganaron el auto en un sorteo del diario El País, cobran una mala jubilación y no tienen plata para la nafta. Pero Henry ama la insidia. Quizá es otro el rito. El eco de un paseo que los hizo felices y no pueden repetir porque él ya no ve bien, ella no sabe manejar, y se despiden del auto con demora. Acaso un recuerdo siniestro que los retiene en la inmovilidad de los asientos. O la ilusión de conducir sin sorpresas.

A media cuadra, hasta hace poco, un hombre de unos cuarenta años solía salir al balcón con su teléfono celular. Durante mucho tiempo lo vimos conferenciar con el teléfono dando pasos agitados, sonreír, protestar; luego quedaba con las manos cruzadas y recostado en la baranda. Nos miraba de reojo y los tres callábamos arriba del tránsito, el ruido, las bocinas, con una cofradía de silencio. Cualquiera podría haber dicho: "linda tarde", y lo hubiera dicho todo.

Un día vimos aparecer a una mujer, más joven, morocha, alta, que lo tomaba del brazo y lo sacaba del balcón. Asomó un día y luego otro. Al cabo de unas semanas la descubrimos caminar por las calles del barrio con bolsas de supermercado y dos meses después se lo llevó. Desde la semana pasada unos albañiles borran con sus espátulas la soledad del hombre. Henry cree que ahora es feliz, pero como dije: él ama la insidia.

Cuando cae el sol, las ventanas de los edificios que rodean mi horizonte comienzan a iluminarse poco a poco como luciérnagas en un bosque. Las hay azules, blancas, naranjas, mortecinas. Las azules son de televisores, blancas las de las cocinas. Entonces vemos asomar lejanas siluetas, unas arriba de otras, al costado, debajo, en diagonal, entre huecos oscuros que el azar enciende y apaga según avanza la noche. Contemplados sobre el plano son tantos los destinos encimados y sus direcciones que, se diría, Dios ha hecho un corte transversal en la humanidad para que Henry y yo veamos su extraordinario y caótico desorden. Dice Henry que las personas pasan y se desvanecen igual que ilusiones mientras los edificios quedan. Que en el mismo apartamento donde uno ha llorado, otro cantó con amigos, una pareja engendró un hijo y otra falleció con las manos tomadas. Es entonces que miro a Henry con algún respeto, lo veo sentado en su cornisa, las patas delanteras ligeramente adelantadas, y le pregunto si él no va a pasar. Me dice que no, porque es inmortal. Debí suponerlo.

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Autor

Carlos María Domínguez