23 de enero de 1989. Cortes de luz, hiperinflación, sublevaciones carapintadas y un gobierno a la deriva. Esa calurosa mañana, un grupo de militantes del Movimiento Todos por la Patria (MTP) intenta copar el regimiento de La Tablada con una convicción: detener un golpe de Estado. 30 horas de batalla, una represión feroz, ejecuciones sumarias, torturas, 32 muertos, 3 desaparecidos, 20 presos y muchas preguntas sin respuesta. Primera parte de un informe especial con el testimonio de sus protagonistas: Roberto Felicetti, Ana María Sívori y Martha Fernández.
1. A las 6.25 del 23 de enero de 1989, cuando el camión Ford F 7000 repartidor de Coca-Cola embistió el portón del Regimiento de Infantería Mecanizada III (RIM-3), se abrió un abismo para unos sesenta militantes que vislumbraban otro epílogo para su proyecto revolucionario y, al mismo tiempo, se cerró para siempre la historia de una organización política que había dado sus primeros pasos tres años atrás, muy lejos de La Tablada, donde se desató la tragedia.
Segundos antes del impacto, el calor agobiante que invadiría el cuartel durante el día ya se dejaba adivinar en el Puesto 1 que custodiaban el cabo Juan Garnica y el soldado Juan Morales. Con las primeras luces del amanecer, los dos militares se acercaron al portón a franquearle el paso al camión que, presumían, era el mismo que cada día se encargaba de aprovisionar al regimiento. Pero no. El camión no se detuvo, aceleró y se llevó puesto el portón, lanzando a los costados a los uniformados. Detrás, se encolumnaron siete autos y dos camionetas que entraron a toda velocidad para detenerse a escasos metros de la Guardia de Prevención. Mientras un grupo armado de unos ocho incursores intentaba ocupar la guardia, la columna se dispersó en distintas direcciones: un grupo a la Compañía de Comando y Servicios, otro a la Jefatura y otro al Casino de Suboficiales. Superada la sorpresa inicial y enterados del intento de copamiento, los militares que custodiaban la guardia comenzaron el tiroteo.
En segundos, se desató el infierno. Entre el fuego cruzado, los movimientos furtivos y el tableteo de las ametralladoras, la confusión dominó la escena. Algunos minutos después, dos patrulleros de la Policía Bonaerense, que realizaban un procedimiento de control de automotores a algunas cuadras de distancia, se arrimarían hasta la entrada del predio para intentar reprimir a los incursores.
¿Quiénes eran esas siluetas que corrían por las calles interiores del cuartel, repartiendo órdenes a los gritos, parapetándose en el piso, disparando por entre una bruma de fuego y pólvora? ¿Qué buscaban esa mañana calurosa de enero, metiéndose violentamente en las entrañas del siempre amenazante enemigo militar? ¿Por qué habían decidido exponer sus vidas y la propia historia de su movimiento en una acción temeraria, a todo o nada? En esos primeros minutos, sólo ellos conocían la matriz de una decisión que habría de cambiar el curso de sus vidas para siempre.
José Mendoza era el nombre de uno de los incursores. Le decían Chepe, tenía 26 años y era el segundo jefe del operativo dentro del cuartel. Un par de años atrás, en un cuaderno de apuntes donde acostumbraba escribir los versos que empujaba la inspiración de repente, había anotado como final de un poema una sentencia que ahora sintetizaba la desoladora imagen del RIM-3 envuelto en humo y llamas: "Por ahora, la muerte es nuestro más vivo paisaje".
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 95 - Diciembre 2010)
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