En el tambo de su padre forjó la fuerza en sus manos. De chico soñaba con tocar el acordeón, hasta que lo vieron pelear en un bar. Una historia de batallas inconclusas.
A mediados de la década del 80, cuando entraba en la segunda década de vida, el boxeo -al igual que el fútbol- me fue atrapando. Por esa época, veía que resaltaban en el ámbito local nombres como los de Sergio Víctor Palma, "Látigo" Coggi, Julio César Vázquez y tantos otros. Eran los tiempos en que, todavía, para ser campeón mundial tenías que ser el mejor... el mejor de todos. Por eso, el caso de Juan Domingo Roldán es paradigmático. A Martillo le tocó una época difícil en el deporte de los puños; y cuando digo "difícil", me refiero a la calidad de pugilistas que había en ese tiempo. Si uno hace el ejercicio de repasar los nombres de aquellos años en las distintas categorías, tiene que ponerse de pie inmediatamente por una cuestión de respeto: Pipino Cuevas, Alexis Arguello, Julio César Chávez, Mano de Piedra Durán, Fulgencio Obelmejías, Santos Laciar, Gustavo Ballas, por nombrar sólo algunos (y los que a mí me gustaban, particularmente).
Roldán nació el 6 de marzo de 1957 en Freyre, Córdoba. Durante su infancia y parte de la adolescencia, se la pasó arriando bolsas y trabajando en el tambo de su padre. De ahí la fuerza en sus manos -pegaba duro, Martillo-, por el trabajo de ordeñar vacas y limpiar los tachos de leche; algunas de las actividades que realizaba a diario. Al contrario de otras historias, Juan fue feliz durante esos años junto a su hermano "Tenaza", con quien empezó en esto de los puñetazos, cuando a escondidas de su padre se envolvían las manos con bolsas de arpillera para darse de lo lindo. Pero Juan tenía otros horizontes por aquella época; quería dedicarse a la música, tocar el acordeón. Hasta que lo vieron, y su padre comenzó a llevarlo a los bares para ver quién se le animaba a cruzar manos con el pibe. Nadie podía, claro.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 95 - Diciembre 2010)
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