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Suburbanos

Sergio Mercurio: Por los caminos de América

Errante vagabundo americano, Sergio Mercurio y sus títeres recorren desde hace años cada rincón americano con el anhelo de encontrar algún lugar para detenerse, al menos por un rato, y dibujar sonrisas y carcajadas con muecas de goma espuma.

La mochila del titiritero es un universo en constante movimiento. De su interior se asoman brazos y piernas de goma espuma, historias de gente y leyendas de fantasmas, cuentos de pibes y anécdotas de la calle, silencios cerrados y carcajadas que rompen la tarde. A la mochila del titiritero parece no desagradarle nada su destino errante, condenada a vagar por los caminos de un continente interminable, donde siempre hay un lugar para parar un rato, abrirse de par de par, y sacar todo aquello que en el camino va juntando. Sergio Mercurio afirma que el camino lo descubrió titiritero, y nada es más cierto, y nada es menos eufemismo.

Sergio explica que un día cualquiera de 1992 decidió abandonar su ciudad de siempre, Banfield, para conocer los caminos de América, preso de una fiebre que hasta hoy le impide quedarse quieto en un lugar. Y primero llegó a Jujuy para buscarse. Profesor de educación física, el camino le impuso los ropajes de titiritero y se lo llevó de viaje con su compañía de amigos que se acomodan en el fondo de su mochila en cada desierto, en cada cañada, en cada monte espeso. Ese primer viaje a Jujuy le marcó una forma de vida: la de titiritero errante y vagabundo. "Me presenté allí por primera vez y supe entonces que tenía que volver. Volví a Banfield un tiempito sólo para preparar mi espectáculo. Compré un cuaderno Gloria y lo llené de anotaciones y un día golpée la puerta del Teatro de las Memorias, en Lomas de Zamora. Me preguntaron qué hacía y yo, simplemente, les ofrecí mostrarles mi espectáculo", cuenta Sergio sobre aquellos primeros pasos.
Tiempo después, la mochila de Sergio no paró hasta Yutala, un pueblo boliviano a unos 30 kilómetros
de Sucre, donde se instaló un par de años en el Teatro de Los Andes y compartió aventuras y enseñanzas con la compañía teatral del lugar. Recorrió toda Bolivia con un espectáculo cada vez más afinado, afianzó su vínculo con sus personajes y comprendió mejor las distintas reacciones de la gente en cada lugar ante los mismos parlamentos.

Pero la mochila de Sergio es inquieta, no nació para permanecer sino para vagar. Y el mapa americano se llenó de puntitos rojos que hablan de la travesía de un titiritero y su mochila, desde la que se asomaban brazos y piernas de goma espuma. de puntitos rojos que hablan de la travesía de un titiritero y su mochila, desde la que se asomaban brazos y piernas de goma espuma.travesía. Esa tarde en Potosí, otra vez Bobi se escapó de la mochila. Pero esta vez no había público reunido a su alrededor, esta vez viajaba en un camión repleto de mineros indígenas que se acercaban a las fauces de la tierra para trabajar, como siempre. Y Bobi salió a saludar con la mano, a buscar la mirada baja de sus nuevos amigos, a ensayar chistes en la bocamina, esa especie de lugar de recreo donde usualmente se reúnen los mineros antes de meterse en la oscuridad absoluta. Pero ahora los mineros murmuran cosas en quechua y se alejan del simpático personaje, pudorosos.

Los ojos de Bobi se cruzan con los de un minero de por allá, grandote el tipo, que vigila cada uno de sus movimientos y lo mira con cara de pocos amigos. "¡Eh, gringo!", le grita a Bobi, de pelos rubios. Y el resto de los mineros se ríe del encuentro mientras Bobi y el grandote comienzan a moverse, inmersos en una extraña danza. Es el Tincu (que significa "Juego", en idioma quechua), que bailaban los pueblos en guerra en esa zona para prepararse antes de cada batalla. En la antigüedad bailaban con piedras en la mano, pero el minero grandote baila ahora con un cartucho de dinamita en la mano. Los mineros sonríen y aplauden el desafío. La señal les indica que deben perderse en el socavón y Bobi se queda solo. Bueno, no solo, con Sergio, claro...

La nota completa en Sudestada n°38.

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Autor

Ignacio Portela

Autor

Hugo Montero