Crónica de la primera revolución triunfante de obreros y campesinos, aquella signada por la pasión de masas, el arrojo bolchevique y el proyecto socialista. El papel protagónico de Lenin y Trotsky. El trabajo en las sombras de Stalin. La raíz de un cáncer burocrático que iría, poco a poco, contaminando la salud soviética. Primera parte de un informe especial, con las opiniones de Andrés Rivera, Alan Woods (Londres) y Gabriel García Higueras (Lima).
1. En mitad de la penumbra, el murmullo de las voces se confunde con los ruidos que llegan detrás de las puertas. Hablan, conversan en voz baja, recostados en el suelo de una oficina del Instituto Smolny. En realidad, están allí para descansar unos minutos, para frenar el vértigo de locura, de urgencias y ultimátums. Alguien les regaló esos minutos, los empujó hacia esa oficina apartada y les exigió el descanso prohibido. Tirados en el suelo, sobre unas frazadas, en la penumbra, Lenin y Trotsky no pueden conciliar el sueño. No hay manera de dormir. Entonces conversan, repasan los pasos a seguir, intentan recordar cualquier detalle que pueda ser decisivo. Ninguno se atreve a pensar demasiado en todo lo que ha ocurrido en los últimos días, la historia que va marchando con "la rapidez del huracán, tan increíble", piensa Lenin.
¡Es un cuadro maravilloso ver a los obreros armados con fusiles junto a los soldados, calentándose frente a las hogueras! -destaca Lenin, conmovido por la imagen. De pronto, una duda lo invade: "¿Y el Palacio de Invierno? ¿No está tomado todavía? Supongo que no pasará nada, eh".
Trotsky intenta levantarse del suelo para confirmar las últimas noticias sobre la toma del Palacio, pero Lenin lo disuade con un gesto. No hacía falta, eran esos nervios que no lo abandonaban ni aún en esa frágil calma que parecía a contramano de la historia, al menos de los últimos días.
-No sé si le pasará a usted -confiesa Lenin, dudando-. Pero así... tan de pronto, el Poder, apenas salidos de la persecución y la ilegalidad... -se detiene, como buscando la palabra justa-, ¡da vértigo!
Del otro lado de la puerta, los ruidos crecen, los pasos se multiplican, pero en la penumbra, aquellos hombres de rostros pálidos, ojos hinchados y cuellos sucios ("daba la sensación de que transmitían las órdenes casi como sonámbulos. Sus movimientos, sus palabras, parecían flotar en un mundo lunático, de ensueño", diría Natalia Sedova) aprovechan la mínima pausa para atar los últimos cabos sueltos. Después, todo volverá a ser urgente, todo será "ahora o nunca", y no habrá respiro. Lo saben, por eso ninguno de los dos se anima a recordar que tres semanas antes los bolcheviques, que ahora ocupan las oficinas públicas con destacamentos obreros, que recorren las calles de Petrogrado encabezando la multitud que va a tomar posiciones, que se congregan en el Smolny para rendir cuentas y esperar órdenes; eran una minoría en el Soviet de Petrogrado. ¿O acaso Lenin recuerda, en la penumbra, la mañana del 3 de abril en que pisó la estación Finlandia de Petrogrado y abandonó aquel polémico tren "precintado" con el que surcó suelo alemán en mitad de la guerra, para quitarse de encima los saludos y alabanzas y hacer tronar un rayo entre los hombres de su propio partido? ¿Anota, en su memoria, los rostros incrédulos, azorados, de sus partidarios, cuando aniquila cualquier pretensión de apoyo al gobierno provisional de Kerensky y afirma, con ironía, "Pedir que este gobierno concluya una paz democrática equivale a predicar virtud al proxeneta de un burdel"? ¿Se fija en la reacción de los suyos cuando rechaza con ferocidad un nuevo intento de conciliación con los mencheviques, con una frase tajante: "Esto representa una traición al socialismo. Si es así, pienso que es mejor quedarse solo, como Liebknecht; uno contra diez"? ¿Lee, en la penumbra, los comentarios de Kamenev, que considera "inaceptable" su propuesta de tomar el poder de una vez por todas, y que aclara en Pravda que ese gesto expresa "solo la opinión del camarada Lenin" (lo cual era cierto; ningún otro dirigente se animó a suscribir su plan de acción)? Trotsky anotaría, tiempo más tarde, con respecto al impacto de la llegada de Lenin y sus Tesis de abril, una metáfora perfecta: "Su discurso equivale a la esponja húmeda del maestro que borra todo lo escrito en el pizarrón por el alumno sin preparación". Era exactamente así: tres días antes de pisar la estación ferroviaria, Stalin defendía públicamente la posición de Kamenev (ambos a cargo del partido, después de su regreso del presidio, en Siberia) con respecto a "presionar" y "exigirle" concesiones al gobierno provisional y apostar a la conciliación con los mencheviques. ¿Dónde estaba Stalin esa mañana? ¿En qué sombrío rincón de la estación Finlandia ocultó su osamenta cuando escuchó a su maestro echar por la borda todas y cada una de sus palabras, hablar por primera vez de la oportunidad concreta de tomar el poder, decir: "Nuestra táctica: absoluta desconfianza; ningún apoyo al nuevo gobierno...; armar al proletariado es la única garantía"; entre rostros incrédulos y el murmullo de algunos que se burlaban y decían: "Es el delirio de un loco"?...
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)
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